Necesitamos nuevos soñadores. Actualmente nadie confía en sí mismo y en su capacidad de hacer realidad sus sueños. Dicen en la televisión: “Los niños leen más en comparación con sus padres”; dicen los expertos: “Se debe a la mayor presencia de cuentos de fantasía”... Dicen y dicen tantas cosas... Ahora sólo saben la verdad las noticias, los especialistas y los científicos. Pero me alegro. No de esto último, sino de los niños y la lectura. En una sociedad deshidratada por el racionalismo cada libro es una fuente de imaginación.
“¿Astronauta? Pero si ya vives en la luna. Regresa al planeta tierra y trabaja”. “¿A esto le llaman arte? Hasta mi hija de cuatro años lo haría mejor”. “No tiene salidas. Mejor estudia ingeniería. Haz algo útil con tu vida”. “En ésta no has acertado, no es periodismo. Busca otro estilo“. “¿Actor? Hay miles como tú y sólo alcanzan la fama cuatro. ¡Olvídate!”. Padres, críticos, amigos, profesores... realistas descorazonados, atracadores de sueños.
Creer, esa es la palabra moribunda. La sociedad se llena de agnósticos. Los niños descubren antes que los Reyes Magos no existen. Recelamos de lo indemostrable sin datos científicos. Regresó Santo Tomás. Si no lo vemos, no creemos. Creer, en el siglo XXI, es un verbo de fácil pronunciación pero difícil de conjugar. Siempre ha sido más sencillo rendirse.
La palabra que sobrevive es frustración. Bares llenos de cómicos frustrados. Iglesias abandonadas por fieles frustrados. Motos en garajes de pilotos frustrados. Ideas fílmicas en cabezas de guionistas frustrados. Estrellas del pop, cantautores frustrados, vendidos a la partitura empresarial. Alguien les llamó soñadores, idealistas, románticos, ilusos. Y ellos creyeron por vez primera, pero en quien no debían creer.
Las ilusiones, como todo en la vida, escapan a lógicas matemáticas, reglas artísticas y normas sociales. Cada vanguardia rompió con el pasado. Poetas, científicos, músicos, pintores o cineastas de mirada renovada regalaron una nueva visión al mundo. Algunos no fueron escuchados. Otros murieron en la hoguera por herejes. La mayoría expiraron pobres, dejando legados millonaria siglos después. Sólo se enriquecerán los nietos de quien confió en ellos o se tropezaron con su manuscrito en la buhardilla.
Eso nos pasa por ser una sociedad vacía de ilusiones. Tan realista que dormimos pero no soñamos. Tan cruel que mide a las personas según su altura, anchura y profundidad bancaria. Quienes sobreviven en el eterno invierno del realismo social desconocen la fe en uno mismo. La fe donde cada fantasía, como un capullo, espera la primavera para convertirse en mariposa. ¿Qué hay de malo en intentarlo? Los sueños existen para convertirlos en realidad. Deseemos, creamos, probemos y, si así lo quiere el destino, fracasemos, pues la vida... La vida ya es suficientemente perra como para que algunos se empeñen en ladrar alto.
Galileo Galilei fue un desequilibrado por el brillo del sol. Leonardo da Vinci, un chiflado visionando al hombre rasgando con sus alas el cielo. Vincent van Gogh perdió la cordura a brochazos color de vida. Siempre han existido adelantados a su tiempo bautizados con el nombre de ‘Locos’. Los soñadores de nuestros días son los nuevos locos. Quiero ser escritora. Lo sé, no me lo digan, estoy loca. Pero como dijo John Lennon: “Pueden llamarme soñador, pero no soy el único”.