Tenía las manos sucias. O al menos las sentías así. Llenas de la misma basura de siempre pero sin un vertedero donde desecharla. “¡Qué más da! No merece la pena reciclar nada de mí”, pensaba mientras se rascaba, se atusaba el pelo, se comía las uñas y sus caderas empujaban adelante y atrás, siguiendo el rítmico movimiento que guardaba en su memoria.
Desde que le dejó tirada en aquella aduana abandonada su teléfono no había vuelto a sonar. El buzón estaba vació. Ella se olvidó de todos y todos sentían miedo de ella. Sólo la hipoteca la reclamaba. Ya eran 12 los plazos acumulados y su cartilla no daba para más. Sin luz, sin agua… estaba tan seca por dentro como por fuera. Se había exprimido las entrañas buscando una respuesta. Preguntaba cada segundo y en la noche profería gritos clamando el nombre que nunca dio. Jamás le quiso en vida y un año después le amaba más que los nueve meses que pasaron juntos.
No recuerda cuando decidió escapar o al menos quiere olvidarlo. “Es lo mejor. No pasará nada. Podremos seguir adelante, como si nada hubiera pasado”, prometió. Y luego, cuando la tristeza se apoderó de ella, huyó.
“¿Por qué huele a sangre? Siempre huele a sangre”. Una vez al día un ambiente pestilente invade la casa mientras siente algo desparramarse en su interior. Le ocurre lo mismo desde aquél día en que sintió que su corazón se escurría por su espina dorsal para escapar por su cuello femenino.
La ventana se porteaba con la corriente. El viento entraba y salía moviendo a su antojo un conjunto de cabezitas por el salón. Vagaban del suelo al techo desde que por la mañana estrelló con rabia los albumes contra el suelo y orinó encima. Horas después, cuando ya se habían secado, con la ira restante cogió un cúter y le recortó de sus recuerdos. Tomó una papelera y echó las historias que malvivían en un papel lleno de agujeros, tantos como los que ella había arrancado de su vitalidad. Se rascó la carne desgarrada, se atusó el pelo resistente entre la calvicie, se comió las minúsculas uñas y sus caderas comenzaron a empujar adelante y detrás. Tomó una cerilla y una inmensa llama brotó de la papelera. Ella misma se sorprendió. No sabía que se podía prender fuego al vació. Extasiada por el descubrimiento, danzó alrededor de la hoguera, impregnando su rostro de las cenizas que se desprendían del amor quemado por él, por ella. La danza tribal le embriago hasta desfallecer. Por primera vez desde hace tiempo se sentía liberada.
Gritos, mantas y gente haciéndola rodar. Placer. La culpa resbaló por su cuerpo hasta un charco húmedo que cubría toda la estancia. Ya no había sangre en sus manos, sólo agua. Los bomberos cerraron las mangueras y su piel se desprendió de su cuerpo, igual que segundos antes lo había hecho su alma de la vida.
En su nueva oscuridad todo era luminoso. Unos pasos vacilantes se aproximaban hacia ella por la espalda. El ser se tambaleaba, caía y se volvía a levantar. Los pasos resonaban suaves bajo el eco del recuerdo de un año atrás: “Vamos. Déjalo. No dudes tanto, ya lo habíamos decidido”, gritaba Judas desde el coche en marcha. Los pasos sonaron más cercanos. A Asunción el miedo le impedía girarse para ver quién era. Balbuceos de él. Temblores de ella. Terror a lo desconocido; o a lo conocido detrás de un matorral de la aduana en un charco de sangre y espinas de dolor. La pequeña boca se abrió: “Mamá”.
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