Se despertó de repente por culpa de los truenos, era una mañana temblorosa y el viento azotaba los acantilados. Para él, el novio de la gran fiesta que se celebraría durante la noche, esa mañana era magnánima. El graznido de los cuervos en la dureza de la sudestada, formada por una nube gris de gotas impalpables que penetraban como agujas, señalaba que era una mañana distinta; diferente a cualquiera de los días que reinaban la bahía del pueblo. A José no le importó, en efecto para él, ese día, era distinto; su única preocupación era que todo saliera impecable esa noche. Era su noche, pensaba él. Y no estaba dispuesto por nada del mundo a que ningún asunto, el que fuera, lo estropeara; al contrario, consideró que los relámpagos y truenos, diversos a los muchos soles que había visto la bahía, era un presagio de su dios... Una señal especial. Había costado mucho. Habían sido incontables las peleas; indefinidas las luchas; tremendas las desesperanzas; una llovizna caprichosa y un ruido asustadizo de unos pájaros bobos no lo intimidarían. Prefirió, gracias a la fe en su dios, a su don optimista, y al apoyo de su familia, seguir con los preparativos del festejo.
Saltó de la cama cuando el reloj señaló las nueve.
Mientras se probó mil veces frente al espejo el ajuar de gala, sin haberse duchado ni lavado los dientes antes, llamó a su amor. Convinieron suspender (dadas las circunstancias) la carpa en el jardín y organizar la fiesta en el salón. Al principio, apenas su pareja atendió la comunicación, notó un aire de congoja; luego, y gracias al espíritu festivo con que hablaba José, ese mismo sino siguió intacto. “No te preocupes, yo me encargo de todo. Te amo”, le dijo él antes de cortar el teléfono. Inmediatamente después llamó a María y a Soledad, sus hijas; les comentó que seguía todo según lo planeado, que la fiesta se organizaría en el salón; les pidió que tuvieran especial cuidado con los anillos y que fueran puntuales en la iglesia, y que lo ayudaran a organizar la nueva disposición de la fiesta que había convenido con su pareja. “Ay, papá, no te preocupes ?le contestó Soledad?. Todo va a salir bien, ya verás”, concluyó su niña. Para él eran sus niñas, a pesar de que José ya pintaba canas y era un abuelo joven, de Jesús, su único nieto. El hijo de María sería el encargado de llevar los anillos que bendeciría el Padre Antonio.
Desde que aceptó su condición humana, posterior a divorciarse, José no vaciló un minuto en contarle la verdad al Padre Antonio, un cura rebelde y excomulgado que conocía muy bien los libros sagrados; y que consideraba, sobre todo, que eran escrituras humanas y no manuales de procesos. Para cuando lo echaron de la institución que tanto defendió desde su adolescencia, el Padre, con un oficio de carpintero y su ímpetu religioso vapuleado, abandonó desilusionado la iglesia donde estaba asignado y se quedó en el pueblo, y vivió de su profesión. Pasado un tiempo, sin que él pudiera advertirlo sino José, los lugareños conservadores lo siguieron llamando Padre Antonio; entonces, en el fondo de su carpintería montó un altar, varios bancos de misa y un cristo no crucificado tallado por sus propias manos. Llamó al sitio La Mano de Dios. José, por las mismas consideraciones que las del Padre Antonio, y por saber de ante mano que una iglesia ?oficial? no consagraría su amor por segunda vez, decidió de común acuerdo con su pareja casarse en La Mano de Dios.
Apenas terminó de alistarse y vestirse salió corriendo para ultimar los detalles de todo aquello, de todo lo que él consideraba trascendente esa noche. Debía hablar con el organizador del evento para que preparara el salón, chequear la calesa que los recogería en la iglesia una vez consagrado el sacramento, cepillar él mismo los dos briosos caballos blancos había elegido su amor, y visitar a sus padres y pedirle su bendición; nada más... el resto estaba todo contemplado a pesar de algunas resistencias que aun prevalecían. La resistencia fue lo de menos, sobre todo la que ejerció su suegro, un militar retirado y ortodoxo que todo lo anormal, según lo normal, no tenía cabida en una vida coherente. Gracias a la personalidad de su pareja y al amor que él le profesaba, el suegro y por ende su suegra, quedaron excluidos de la lista de invitados; fue el conflicto más importante, de todos los recurrentes problemas para llegar a buen puerto esa noche.
El tráfico era imposible por esa nube gris púrpura que no lo dejaba ver a un metro de distancia; el frío empañaba los vidrios del auto y encendió por precaución, en pleno día, la luz baja de su carro. Sufrió un susto prematuro e intuitivo para cuando sonó el timbre de su celular alrededor de las once de la mañana, pero no, era el organizador del evento para confirmarle que todo estaba en orden según lo que habían acordado más temprano; cuando cortó la comunicación, mientras manejaba a la caballeriza para cerciorarse que el carruaje ya estuviera adornado y cepillar los caballos, respiró profundo y le pidió a su dios la fortaleza suficiente para calmar esa ansiedad vomitiva que sentía: una respiración acelerada de un miedo infundado. Por un instante quiso apagar su teléfono y evitar así esos sobresaltos que tenía cuando el timbre sonaba; concluyó que lo conveniente era seguir en línea para solucionar cualquier problema que pudiera surgir. Al llegar a la caballeriza y ver el carruaje negro, lustrado y adornado, sintió una paz inexplicable. El negro del carruaje indicaba, según su amor, las circunstancias, el blanco de los caballos era la pureza, la esencia de esas circunstancias, la fuerza que imponía y tiraba una realidad aceptada por muchos y rechazada por miles. Al ver esa imagen, al ver cómo ese brío blanco se imponía sobre la lucha añosa de él y su pareja sus ojos se le llenaron de lágrimas, su voz se quebró, y no pudo decirle “gracias” al estanciero que lo esperaba; su mirada lo dijo todo, y el caballero amable que lo había recibido le dio una palma en el hombro. Luego cepilló, durante horas, esa pureza que representaban aquellos corceles blancos; ahí prefirió quedarse, en medio de una nostalgia perdida entre el mar y la niebla.
El tiempo no le dio para más, suspendió la visita a sus padres y se conformó con una bendición inalámbrica; luego de acomodar el carruaje y de agradecerle al anfitrión su hospitalidad volvió a su casa para alistarse. Se acercaba la hora y su corazón latía rápido. Camino de regreso, ya en las previas de la noche y entrada la tarde con la misma niebla que lo cegaba, volvió a llamar a sus hijas: estaba todo listo. “Todo ha quedado celosamente conjugado por los graznido de los cuervos ?pensó?. Ya no hay retorno, sólo un porvenir elocuente y verdaderamente auténtico” ?y sintió una armonía silenciosa en su interior.
Se acomodó en el costado izquierdo del altar, de La Mano de Dios, quería recibir con su brazo derecho a su amor; fue el primero en llegar, casi una hora antes del horario oficial; el Padre Antonio aun seguía con los preparativos de esa misa improvisada en la carpintería. Vio entrar por el pasillo central a Soledad y a María, a su nieto Jesús, sosteniendo los anillos de boda en una canasta adornada con pétalos de rosas blancas. Fijó una mirada sublime en ellos, su familia, y se percató de que la sonrisa no era retribuida por su sangre. Solead se acercó a José, con cara trémula e incrédula: “Pablo sufrió un accidente de tránsito y murió, papá”, le dijo ella, y lloró y lo abrazó desconsoladamente...
El casamiento se suspendió.
Treinta horas más tarde, pasada la sudestada y ya el sol destellando contra el mar, como una mañana cualquiera en la bahía de San Julián, José se paró al borde de un acantilado; sostenía con sus dos manos una caja de madera mostrando un pirograbado. Miró como los rayos del sol penetraban las profundidades del océano, y dijo, casi gritando:
?¡Pablo! ?sintiéndose quebrado en su interior mientras dejaba caer las cenizas de la caja? ¡Amor mío! Nada con los delfines y surca las profundidades de esta profundidad color turquesa. Yo volaré esta tierra hasta que el destino por fin nos junte.
Las cenizas cayeron al agua salada, y la sal, de sus lágrimas, fueron un mar de ilusiones.
|