SALVADOR - DANIEL MIRACOLO
©2005 – NovemberZulu AVMS
©2005 – Daniel Miracolo
Para Susana Luna, una persona que tiene el don de ser cada una de las palabras que escribe.
DM.
“… Y sentado bajo el ardiente sol de Brahmupahktri, el Sakyamuni apoyó sus espaldas contra el árbol Biloba, cruzó sus piernas bajo su cuerpo, acarició la gramilla y sonrió. Lentamente, de todas partes, caracoles se acercaron arrastrándose hasta él, treparon por sus ropas en hileras hasta su cabeza y se fueron acomodando alrededor de su cabeza hasta conformar una corona cónica de caracoles que con sus cuerpos húmedos refrescaron su cabeza caldeada por ese sol intenso y amargo. Las ramas del Biloba comenzaron a crujir y cuatro de ellas se estiraron por encima de su cuerpo, haciendo un toldo de ramas y hojas frescas sobre él.
El Sakyamuni agradeció en silencio, sonrió nuevamente y continuó imperturbable con sus meditaciones.”
Susana se quitó los audífonos con fastidio. La música funcional del avión le llegaba con crujidos intermitentes provocados por la tremenda tormenta que estallaba en dedos blancos contra el índigo de la noche. Harta de mentirse a si misma la falta de miedo, cerró la mampara interna color celeste, y se mantuvo oculta de los relámpagos. Pero en la oscuridad de la cabina, y con el resto de las ventanillas destapadas, lo que no veía directamente lo intuía en el reflejo fantasmal dentro de la cabina del Airbus 320 que hacía que pasajeros y asientos fuesen cadáveres y colmillos enormes masticándolos. Sus manos se arremolinaron sobre su regazo buscando la copia impresa de su primera novela. Sus dedos se clavaron en los bordes de las 466 carillas con la fuerza de quien se aferra a una tabla flotante en el medio del mar. Si el manuscrito hubiese tenido un mínimo de humanidad, lo habría hecho gritar. Pero ese manuscrito no era más que todo su mundo interno convertido en un manojo de caracteres y en ese preciso momento ni siquiera eso. Tan solo eran 466 hojas de papel A4 anilladas prolijamente bajo dos láminas de acetato a modo de tapas. En ese momento bizarro de sus temores se preguntó como podía ser que esa pila de papeles justificasen y testificasen un divorcio vincular de y con Juan Gabriel, una mudanza de Caracas a París, y por lo menos cinco crisis de fe. ¿Fe en qué? – Se dijo a si misma fingiendo desapasionamiento, mientras el avión hacía rugir sus enormes turbinas ahí a pocos metros delante suyo. El miedo no pudo más que el morbo, y su mano saltó disparada a la ventanilla y con un manotón alzó la mampara con el logotipo de la aerolínea. En un segundo comprendió que el avión estaba metido en el medio de la tormenta. Que viajaban a la misma velocidad que la tormenta y que los pilotos estaban buscando algo que hiciese las veces de ojo de tormenta y volar amparados en su calma, hasta encontrar un cerco delgado de nubes que cruzar. Pero también, en las bruscas maniobras que el avión comenzó a dar en todas direcciones, comprendió que no había tal ojo, ni remanso, ni punto ciego. Lo único que había era una terrible tormenta toda alrededor del avión y de ella misma.
Miró a su alrededor, notando en la tirantez de su rostro que todas sus expresiones eran hijas del espanto. Y se reconoció en el espanto de la mujer del 14B. Y en el vómito del 17E. En el llanto de la bebé del 13C y en los ojos desmesuradamente abiertos de su madre palmeándole la espalda.
El avión entró entonces en un pozo de aire y descendió abruptamente casi mil metros, como una roca. Las turbinas estallaron en un alarido tratando de compensar la pérdida de energía, como si se hubieran reunido todos los pumas del mundo a gritar su celo a la tormenta. Susana tuvo que aferrarse a su manuscrito para que no terminase estampado en su pecho. Pero su bolso de mano salió disparado hacia arriba y hacia delante, empujado por la nada como un meteoro. Describió una parabólica angosta y terminó estrellándose sobre los hombros del pasajero del 12E, dos asientos delante del suyo. El hombre lanzó un corto grito agudo y miró a su alrededor buscando entender. Susana tuvo tiempo de sonreír en silencio y envuelta en la oscuridad y decirle mentalmente al hombre que no se quejase, que peor hubiera sido si hubiese subido a la cabina con la notebook.
La aeronave seguía aullando y escorándose hacia la derecha, y súbitamente comenzó a temblar como un lavarropas gigantesco cuyo motor hubiese salido de sus goznes. Y en su cuerpo sintió que el avión ya no avanzaba en dirección a la trompa, sino hacia algún punto intermedio entre la nariz del avión y el ala izquierda. Fue entonces cuando ocurrió un hecho tan normal y al mismo tiempo tan ominoso, que el corazón le ascendió a la garganta y el latido le llenó todo el pecho.
Desde chica, todo su lado místico y morboso le hizo pensar en la muerte. La muerte como “lo que está ahí”. En verdad, como casi toda la raza humana, no hacía más que buscar indicios que predijeran la muerte. Una vez, su abuelo la llevó al campo y vio como sacrificaban a un cerdo, tomándolo desde atrás y dándole con una maza de hierro roma entre las orejas. El cerdo apenas si hizo tiempo a que le temblasen las patitas cuando se encontró cara a cara con el dios de los cerditos. Su abuelo la tomó por el hombro y la hizo volverse, impidiéndole ver como el otro hombre le clavaba un cuchillo en el cuello y lo ponía a colgar de las patas traseras para que se desangrase. Y le dijo una frase que nunca mas pudo borrar de la memoria recurrente de los momentos en que pensaba en la muerte. En el miedo a la muerte.
“¿Sabes, Susy? Sólo los animales no presienten su propia muerte…”
Con el tiempo, la frase adquirió un peso propio en esa memoria recurrente. Nunca entendió a que se refería su abuelo. Se dijo a si misma que seguramente entendería el día de su muerte. Pero entonces su mente analítica rechazó el todo. Su abuelo, aún al día de hoy, maltrecho y más anciano que nunca, seguía vivo allí en Los Teques. Por ende, tampoco él habría presentido aún su propia muerte. Ni siquiera su abuelo sabía a que se refería con esa frase y tan solo se lo dijo para que no se volviese a ver como acuchillaban al pobre y riquísimo animal.
Pero entonces, en ese preciso momento a 8800 metros de altura entrando al área de pasillos aéreos del Aeropuerto de Maiquetía, en La Guaira, Susana supo en carne propia el verdadero significado de la frase.
Las luces azules en el suelo del avión indicando con pequeñas flechas la dirección hacia las puertas del avión se encendieron. Se encendieron a 8800 metros de altura. Se encendieron porque era lo que decía el manual que un piloto debía hacer en el caso de que fuera necesario abandonar el avión. Pero a 8800 metros de altura, encender esas luces solo significaba que todos los que formaban parte del vuelo 1134 de Air France estaban entregados a la buena de dios. Y Susana comprendió, mirando hipnotizada las luces azules, que acababa de enterarse que estaba a punto de morir. Y que su abuelo, como quiera que fuese, tenía toda la razón.
Fue entonces que el avión fue alcanzado por un rayo en el motor derecho, y toda la turbina y la mayor parte del material de recubrimiento del ala derecha se desintegraron en una nube alta de chispas anaranjadas.
Y todas las luces del avión se apagaron en medio de la retahíla de chasquidos de pedazos de turbina contra el lado derecho del aeroplano, destrozando el timón de cola.
El avión empezó a caer a tierra.
En la cabina de pilotos reinaba una tensa calma. El numero tres arrojaba manuales de vuelo por encima de su cabeza buscando lo que en realidad no les iba a servir de mucho, porque ningún manual explica cómo hacer para evitar que medio avión se desplome a tierra, porque básicamente, según los sensores de a bordo, eso era mas o menos lo que restaba del avión. Había muy poca aerodinámica sobreviviente y ninguna hidráulica. El avión planeaba por sus propios medios y vicisitudes. Todos los sistemas de navegación sencillamente estaban muertos. Todo el avión estaba muerto. Estaban planeando hacia abajo y el piloto, calculando por aproximación, se dijo que difícilmente podrían descender más allá de los 5000 metros sin perder todo tipo de sustentación y entonces caerían como una roca hasta que el fuselaje se plegara sobre si mismo. Daba igual, se dijo en silencio. Que el fuselaje caiga entero o en pedacitos. No sería un aterrizaje de todas maneras. Pensó en su esposa queriendo no pensar en ella. Pensó en sus dos hijos. Y pensó en los 93 pasajeros que estaban del otro lado de la puerta de la cabina, que debían estar cagados del susto. Apenas un poco menos que ellos tres. Muy poco apenas. No hablaban entre sí. Cuando en un avión se pierde al mismo tiempo el sistema hidráulico y la planta eléctrica, no hay nada más que decir. Ni siquiera vale la pena esperar por un milagro, porque sencillamente para cuando se pudiese restaurar al menos el sistema hidráulico y conseguir pilotear rudimentariamente el avión, todo el fuselaje quedaría convertido en papel picado con la primera maniobra de emergencia. Por algo los aviones de línea no se usan en combate. Sin sistema hidráulico y sin energía, un avión de pasajeros, mas aun, un Airbus 320 con una de sus gigantescas turbinas vuelta hojas de afeitar a unos 2000 metros por encima de sus cabezas, no es mas que una heladera o una mesa de noche que podía volar. Sin sistemas de soporte, ese avión no era más que una heladera o una mesa de noche cayendo desde 8000 metros. Miró por un instante a su copiloto. Éste ya hacía rato había dejado de combatir con los comandos del avión y con los sistemas cruzados de chequeo. Puso displicentemente las manos sobre los apoyabrazos de su butaca y con una mueca congelada, observaba demudado por la ventanilla de su lado hacia atrás, sin poder creer que se habían dejado un motor y media ala en medio del vuelo. Ahora el avión escoraba cada vez mas hacia la derecha, sostenido por el flujo de aire de la turbina que giraba merced a la velocidad en el aire de la aeronave. El número 3, el ingeniero de navegación, sin esperar ni explicar al capitán de la nave sus intenciones, corrió a sus pies una alfombra de goma, activó la palanca de un panel y levantó una tapa del suelo que dejó caer desmañadamente detrás del asiento del copiloto. Adentro del espacio abierto había 4 palancas. El sistema de vaciado de tanques de combustible y el de control de tren de aterrizaje operado por cables, independientemente del sistema hidráulico y del eléctrico. Activó la palanca que vaciaba los tanques de combustible del ala izquierda, con la intención de nivelar el avión por el peso de las alas. Si podía impedir que la nave continuase escorando hacia la derecha, tal vez el avión podría seguir planeando y no se destrozaría en el aire. Al menos no inmediatamente.
El piloto, instintivamente, giró la cabeza en dirección a la turbina de babor. Un spray grisáceo empezó a escapar desde la mitad trasera del ala del avión, iluminado por los relámpagos alrededor del avión. Entonces el piloto abrió los ojos desmesuradamente y se volvió con tanta violencia hacia el ingeniero que su cuello tronó dolorosamente:
- ¡Los relámpagos! Corta el flujo porque estamos en medio de los r…
No alcanzó a terminar la frase. Un rayo proveniente de una nube a 1400 metros por debajo del avión trepó como una enredadera que crece a la velocidad de la luz y golpeó al avión en la punta del ala izquierda. La explosión pareció un bufido al principio, pero cuando los gases ignitados penetraron en el interior de la turbina, la presión por el calor hizo que ésta estallara como si hubiese sido rellena con fuegos artificiales. Directamente, con un crujido agudo y espantoso, los pasajeros de la línea de babor vieron asombrados como la turbina se desprendía del ala incendiada y caía a tierra como si el Airbus se hubiese convertido en un bombardero.
La tripulación se miró entre sí.
Lentamente el avión dejó de escorar a estribor y recuperó la horizontal. Casi. El motivo por el cual toda la aeronave aun se encontraba en una sola pieza les estaba vedado a todos dentro de esa cabina. Pero la nave seguía cayendo. Nada en este mundo podía eludir las leyes más elementales de la física. El piloto observó por el cristal del parabrisas las luces ambarinas de la ciudad de Caracas a su izquierda, un poco más cerca, la baliza en la torre junto al Hotel Humboldt en lo alto del Cerro del Ávila. En tres minutos o más debería tener que ver las luces de la pista 66 Oeste del aeropuerto de Maiquetía. Pero no solamente no llegarían. Probablemente se estrellarían en los cerros aledaños a la carretera de La Guaira. El eje de tránsito del avión estaba desplazado por lo menos 10º respecto del vector del ILS que debía llevar el aeroplano directamente a la cabecera de la pista. 10º con muchísima suerte. Por otra parte, hubiera preferido poder tener control del avión al menos para desplomarlo en el mar, ya que no podría salvar a nadie dentro de la nave, al menos no mataría a nadie mas. A pesar de que el aeropuerto se encontraba fuera de Caracas, los aledaños estaban urbanizados, principalmente por la acumulación de la pobreza histórica de Caracas, que en algún punto no pudo contener en su ciudad capital el incesante arribo de la pobreza de los estados mas al sur del país y la fue expulsando metódicamente hacia lo que luego se conoció como la Gran Caracas. Si caía en una zona urbana, ¿Cuantos más podrían morir?
- Estamos por tocar tierra en no más de cinco minutos si el avión resiste hasta el final. Debemos pensar en la manera de derribar el avión antes de hacer mayor aun el desastre.
El copiloto lo observó con una expresión inconexa. Y cuando las palabras encajaron en su lugar, una sombra de profesionalismo se reflejó en su mirada y asintió.
- Podríamos intentar bajar el tren de aterrizaje en forma manual y trabarlo a la mitad del recorrido, lo suficiente como para generar resistencia pero no tanto como para que la velocidad del aire nos los arranque…
El piloto asintió dubitativo, y observó su reloj.
- No creo que podamos hacer a tiempo a desacelerar lo suficiente.
El ingeniero de a bordo se puso de pie. Observó el amplio parabrisas.
- Si pudiéramos romper los cristales del parabrisas y abriésemos las puertas de la cabina, formaríamos una bolsa de aire y partiría al avión como a una galleta salada. Eso debería funcionar…
Ambos pilotos se miraron entre si.
- Intentémoslo.
Los tres comenzaron a golpear el cristal sobre los paneles de control. Habían abierto la puerta de la cabina y ahora podían escuchar los llantos y los gritos de espanto del pasaje.
El cristal apenas si se astillaba. Virtualmente sería imposible romper las ventanillas porque habían sido diseñadas para soportar fuerzas mucho más grandes que tres hombres desesperados golpeando con llaves francesas y tenazas. Estaban sudando a mares cuando lo único que habían logrado era una línea siseante en el cristal frente al copiloto. Estaban por desistir cuando el avión, empujado por vientos frontales, dejó de descender y giró plácidamente hacia estribor, en dirección al mar, paralelo a la pista 66 de Maiquetía. Y por sus propios medios, se sostuvo en esa posición el tiempo suficiente como para que el piloto, incrédulo y azorado, comprendiese que el avión caería a lo largo de la línea de la costa sin matar a nadie mas. Bueno. Milagros hay.
Dejó caer la llave francesa a sus pies y se sentó erguido en su asiento de piloto. Por deformación profesional, no pudo evitar pasar su mano izquierdo sobre los mandos de la nave.
Sobrepasaron Maiquetía a veinte metros de la costa y alejándose, a una altura de 30 metros. El copiloto se dijo a si mismo que desde la torre de control solo debían poder ver una mancha gris que atravesaba la oscuridad en silencio. En realidad, como el aeropuerto había entrado en emergencia cuando perdieron comunicación con el Airbus, todas las luces estaban encendidas, incluso la de los vehículos asignados a tareas de emergencia y rescate, por lo tanto, lo que vieron los operadores de radar en la torre de control fue concretamente una ballena blanca y celeste sin turbinas, con el timón de cola y las puntas de las alas despedazadas y la mitad trasera del fuselaje convertida en un colador por las esquirlas de las turbinas al estallar. Moby Dick llena de arpones y aún volando. Quien quiera que hubiese diseñado el condenado avión, merecía que le invitaran un whisky. Un Boeing 737 no hubiese durado 15 segundos en el aire con la mitad del daño del Airbus.
El avión, en un último estertor, perdiendo casi completamente la sustentación por un viento proveniente del mar, alzó la trompa hacia el cielo y giró agónicamente hacia la izquierda. La cola del avión tocó el mar y la arena, abriéndola con un surco profundo. Los restos del ala izquierda tocaron la arena de la playa y el avión se estampó en tierra como si dios le hubiese golpeado con un matamoscas. Se arrastró escupiendo mar y arena por casi 200 metros hasta que con un bufido se partió al medio y se detuvo.
El avión comenzó a incendiarse.
Susana mantuvo los ojos cerrados. El acetato de la tapa de la novela se había quebrado y tres de sus uñas se habían quebrado con él. Oía el silencio mortal de los pasajeros, algunos respirando, algunos conteniendo la respiración. Sabía que estaba viva y que estaba en perfecto estado. Se había salvado de…
- ¿De que estás a salvo, Susana?
La voz provenía de alguien que se había sentado a su izquierda, en el asiento a su lado que estuvo desocupado desde la escala en Miami. Susana no pudo evitar abrir los ojos a pesar de haberse prometido no hacerlo hasta que viniesen a rescatarla.
Miró a su lado. El hombre sentado junto a ella no tenía nada de especial. Calvo, con una semisonrisa plácida en los labios. Vestía un traje muy sencillo de color gris, con camisa blanca y sin corbata. Era delgado, pero no era muy alto. Jugaba con sus manos, como si pudiera tocar en el aire alguna textura invisible y se miraba con asombro infantil las palmas de las manos y el dorso. Estiraba los dedos con deliberada lentitud.
- ¿Cómo dice? – Preguntó Susana en medio del oscuro desastre a su alrededor.
- ¿De que estás a salvo, Susana? ¿De la muerte? Hay más muerte en nuestras vidas que vida en sí. Nos es muy difícil entender que pasaremos más tiempos muertos que vivos en este mundo. Pero nos aferramos a esta vela encendida en medio de la ventisca como si fuera la joya mas preciada. Pero… ¿Es tu vida tu joya mas preciada? – Observó a su alrededor señalando a las victimas del avión. - ¿Y la de ellos? ¿Valen una vida sus vidas?
Susana parpadeó congelada. El hombre ni siquiera la miraba a los ojos. Parecía como si estuviese leyendo un libro en su regazo, pero casi todo el tiempo mantenía los ojos cerrados.
- ¿Y tu quien eres? – Preguntó Susana tomando al hombre del brazo, en un susurro.
El hombre la miró a los ojos. De pronto ya no era tan calvo, sino que tenía el pelo largo en la nuca, tomado en una cola, y tenía una barba oriental, pero sus rasgos eran casi femeninos. Y ahora vestía con una túnica roja y violeta. Y parecía aún mayor que cuando lo vio por primera vez.
El hombre sonrió.
- En mi lengua me llaman el Sakyamuni. En sánscrito significa el Salvador. Es como tu Mesías. Pero yo no soy él. Me conoces como el Buddha viviente, el Siddharta Gothama. En cualquier caso no es importante. Cuando tienes algo bueno por decir, no importa quien lo diga, sino que sea dicho, ¿verdad?
El hombre le apoyó una mano huesuda y apergaminada en el antebrazo. Susana inmediatamente sintió calor
(tibieza)
pero no en la piel, no en el cuerpo.
(en el alma)
Susana sintió algo que requirió retroceder hasta el año y medio de vida. Nunca se imaginó que guardaba en su cabeza semejante recuerdo. Estaba con MAMÁ en el patio de la casa de los abuelos, con un cólico doloroso. MAMÁ la llevaba en brazos y le palmeaba suavemente la espaldita. Estaba desnuda en brazos de MAMÁ porque hacía mucho calor. Susana no hacía más que llorar. MAMÁ le susurraba una canción y caminaba de una punta del patio hacia la otra. De pronto, milagrosamente, el cólico desapareció. MAMÁ continuó cantándole. Le sonreía aliviada, porque su nena consentida ya no sufría. Y Susana no pudo evitar sonreír, porque a pesar del calor del patio, sentía como “algo”
(el alma)
dentro de ella se entibiaba. No era calor, era tibieza. Era más una idea que una sensación. Una conformidad con como funcionaba la vida, diría 31 años después. Era sentir que formaba parte de algo que tenía el mayor de los sentidos.
Susana abrió los ojos, demudada y alelada.
- Eres Dios.
El Sakyamuni meneó la cabeza sonriendo.
- Ay, no… Susana. No soy Dios y menos aun TU Dios. Y en cualquier caso, no es un buen momento para que reces por mi. En un tiempo descubrirás que ni yo ni tu Dios te pusimos en este avión, no lo derribamos, ni decidimos preservar tu vida. Descubrirás que como casi la inmensa mayoría de tus actos, todo lo que te pasa es todo lo que haces tú y nadie más.
- ¿Entonces?
El Sakyamuni ahora lucía como un joven de poco más de 25 años, con una calva brillante, regordete. Llevaba al hombro un saco sostenido por una rama seca. La sonrisa era cautivadora.
- ¿Entonces que, Susana?
Susana abrió las manos y meneó la cabeza.
- Si no viniste a rescatarme… ¿A que viniste?
El Salvador lanzó una compungida carcajada, ocultándola graciosamente con la palma de su mano. Asintió.
- No vine a salvarte a ti, Susana. Sino a él.
Y señaló a un niño de unos 6 años, inconsciente entre dos asientos. Apenas podía respirar. Tenía un trozo de fuselaje enterrado en el abdomen.
- Dentro de 17 años, Ramiro, ese niño, le dará una limosna a un indigente en Caracas. Ese indigente tendrá entonces dos hijos. Y un tercero en camino. El indigente se pasará toda la tarde pensando si convierte la limosna en alcohol o en alimento para sus hijos. La idea lo torturará aún más que el hecho de llevar 5 años sin trabajar. Minutos antes que caiga el sol, el Indigente, que se llamará Horacio, irá a un mercado y comprará alimentos para sus hijos y le confesará al dueño que se pasó todo el día pensando en comprar alcohol, y que casi, casi, lo hace. Pero que en ese momento había descubierto que quizás el dar de comer a sus hijos olvidándose de su propio sufrimiento era la única cosa íntegra que tenía posibilidad de hacer y la única cosa valedera que tenía para darles que no fuera mas que hambre y carencias. Y que si algún día sus hijos se veían obligados a juzgarlo, que recordaran que un día, uno solo, uno entre todos los demás, se dejó de lado a si mismo por ellos. Una vida por otra. Y el dueño de ese mercado, al escucharlo, le dará un puesto de encargado de limpieza a ese indigente. Y gracias a ese trabajo, el menor de sus hijos, el que todavía no habrá nacido para entonces, estudiará incansablemente y se convertirá en un médico que combatirá con razonable éxito el hambre en el mundo.
Susana lo miraba a los ojos, congelada. En los ojos del Sakyamuni pudo ver como una película todo el relato.
El Sakyamuni se puso de pie, se acercó al niño y lo cargó en brazos. Susana se puso de pie detrás de él. A su alrededor, decenas de personas agonizaban.
El avión seguía ardiendo. Los gemidos de dolor continuaban ascendiendo en el aire enrarecido. En poco tiempo el avión saltaría en el aire.
- Me voy, Susana. Ha sido un gusto encontrarte y saber que has sobrevivido. – Observó con pena las victimas a su alrededor. – Al menos tú.
Comenzó a caminar hacia una grieta en el costado del avión, cargando al niño como si fuese una pluma, pero con muchísimo cuidado.
Susana alzó la voz:
- ¿Y ELLOS?
El Sakyamuni se volvió un instante, con una semisonrisa.
- Ellos necesitan de un salvador, Susana. Yo no puedo salvarlos. Yo tengo que salvar a Ramiro. Pero si salvo a Ramiro, no puedo salvarlos a ellos. No puedo.
- ¿Y PARA QUE CARAJOS ERES EL MALDITO BUDDHA?
El Sakyamuni la observó un instante en silencio.
- Y tu, Susana… ¿Para que carajos eres el… maldito Buddha?
El Salvador atravesó la rajadura del avión y desapareció.
Susana estaba congelada en su sitio. Oyendo las agonías. Las ambulancias y los bomberos tardarían aún un buen rato hasta poder acercarse a la nave caída. Miró a sus pies y con espanto vio que estaba parada sobre un oscuro charco de sangre. Que no era suya, pero que de pronto le dolió como si lo fuera. Toda esa gente muriéndose a su alrededor y apenas a unos metros de distancia la seguridad de la playa. Y nadie llegaría a tiempo para salvarlos a todos.
(¿y tú que se supone que eres susana? ¿estás dibujada en este escenario acaso? ¿o tan solo en vez de ser útil solo sabes ser víctima?)
Se miró las manos. Los dorsos y las palmas.
- ¿Y yo para que carajos soy el maldito Buddha?
Empezó por la mujer del 13D.
CUATRO AÑOS DESPUES
Ya no recordaba su experiencia en el Airbus. Ni siquiera la recordaba cuando alguna de las 68 personas que logró rescatar hasta que llegaron los rescatistas y los bomberos la llamaba por teléfono o pasaba por su casa a visitarla o la encontraban firmando sus libros en alguna librería de Caracas. No era importante. Tampoco había sido importante el hecho de que el accidente le había cambiado hasta la manera de escribir, ya no digamos los parámetros de importancia de las cosas de su vida. Pero como le dijo una tarde a su agente literario, no importa cuanto haya cambiado esto mi vida, sino cuanto mas firme ha quedado todo lo que sí vale la pena. Estaba firmando ejemplares de su última novela, El olvido de los barcos, en una librería del municipio del Chacao. Cuatro años. Cinco libros. Aún faltaba muchísimo para el Nóbel, y ni siquiera eso era importante. Se acarició el vientre abultado por el hijo que vendría en dos meses más. Llovía esa tarde. Llovía a cántaros. La tarde se había vuelto noche en segundos. Susana se empezó a revolver incómoda en su silla. La pluma con la que estaba escribiendo la dedicatoria se detuvo congelada en la palabra “muchísimo”. Lentamente, con una expresión de incordio, alzó la vista. Miró a su alrededor pero no a las personas que con orgullo y calidez le sonreían esperando que les firme un ejemplar. Miraba a través de ellas.
Se puso de pié trabajosamente, sosteniendo su vientre henchido con las manos. Era difícil maniobrar con semejante panza.
- ¿Ustedes me podrían esperar un momento? Mi hijo decide hacer gimnasia y mi vejiga termina a los alaridos. – Todos soltaron una suave carcajada comprensiva – Les prometo que en un momento continuamos conversando.
Caminó con resolución hacia la puerta de la librería y salió directamente hacia la tormenta. No sabía muy bien hacia adonde ir. Miraba hacia uno y otro lado. Se decidió por la derecha. Apretó el paso. En la esquina la mujer bajaba del taxi con una niña de cuatro años tomada de la mano. Susana caminaba en el sentido contrario del tráfico vehicular. La mujer ya estaba alcanzando la vereda cuando su hija se soltó de su mano e intentó cerrar la puerta del vehículo blanco. Ninguna de las dos vio la motocicleta que había resbalado al cruzar la bocacalle sobre una mancha de combustible. La motocicleta se fue de costado y comenzó a soltar una nube de chispas amarillas a su paso. El asfalto levantado a la fuerza por los hierros retorcidos de la moto crujía como un terremoto y entonces la motocicleta empezó a dar tumbos sobre si misma en dirección a la niña junto a el taxi.
La madre vio venir la moto y por querer girar rápidamente, siguió de largo y cayó sobre su trasero en el cordón de la vereda. Extendió una mano espantada hasta casi descoyuntarse, tratando de alejar a su hija del peligro, pero estaba a por lo menos un metro de distancia.
Susana avanzó con resolución. Tomó a la niña de la mano y jaló de ella hacia la derecha, en dirección a la madre. Sin detenerse, torció el eje de su cuerpo 90º a la derecha y con la otra mano tomó la mano extendida de la madre y arrastró a ambas sobre la vereda mientras las tres terminaban bañadas por las chispas y los trozos de asfalto convertido en pedregullo. El bólido en que se había convertido la motocicleta arrancó la puerta trasera del taxi como si le hubiese arrancado el ala a una mosca con un martillazo. La puerta voló deformada hacia delante, y se detuvo girando alegremente 30 metros mas adelante.
Susana soltó las manos de la madre y de la hija. Le acarició el rostro a la niña, se dio media vuelta y regresó a la librería.
La madre de la niña nunca pudo entender a que se refería su hija cuando le decía asombrada que a la señora que las había salvado, y a la que nunca volvieron a ver en la vida, la lluvia no la mojaba. Que llovía sobre todas las cosas.
Pero que no llovía sobre ella. |