En aquellos lejanos años en que era sólo un preadolescente, fuimos con mi tía y mis primos de vacaciones a Buin, una localidad que se encuentra en las cercanías de Santiago. Recuerdo vívidamente la despedida de mi madre y mi llanto incontrolable ante una partida que se me figuraba eterna. Me despedí también de mis monitos de cartón, que fabricaba con esmero y que coleccionaba con igual pasión. Abracé a la Josefina, una gallinita que fue investida como mascota por todos nosotros, cuento que incluso ella misma terminó creyéndose, ya que sólo le faltaba ladrar o maullar.
El viaje fue muy entretenido para mí, ya que contemplaba a través de la ventana como los lejanos cerros nos iban envolviendo y como aparecían ante mis ojos las plantaciones de lechugas, los tomatales, maizales, viñedos y la polvareda que se levantaba a cada paso como una espesa cortina que nublaba la visión.
La señora María era una mujer robusta, de gestos toscos pero de corazón generoso. Su esposo, don Juan, se destacaba por sus bigototes que casi le cubrían el labio inferior. Era un hombre enjuto, de rostro afable y sonrisa amplia. Ellos conocían a mi tía por algún extraño conducto y todos los años acogían a su familia en esa casona amplia, de gruesos adobones.
El campo se ofrecía generoso a nuestros ojos. Una huella grisácea que parecía extenderse hasta infinitas distancias, era surcada por solitarios campesinos que al pasar junto a nosotros nos saludaban con gentileza. Para mí esto era todo un suceso ya que en la capital apenas daba los buenos días a mis vecinos. De vez en cuando, una yunta de bueyes se aproximaba parsimoniosa. Estos animales eran realmente colosales, dueños de una fuerza que se desdecía al trasluz de la expresión mansa de sus ojos.
Mi primo y yo nunca hicimos buenas migas. El presumía de saberlo todo y yo no me empeñaba en lo más mínimo en contradecirlo. Discutíamos a menudo y en esos casos, me sumía en un silencioso ostracismo que sólo abandonaba cuando la dulce de mi tía me acariciaba con maternal solicitud.
Nunca comprendí el afán de la dueña de casa de servirnos el desayuno, el almuerzo o la cena y después sentarse en una silla para no despegarnos el ojo, mientras nosotros merendábamos. -¿No le dará hambre?- pensaba yo, mirándola con el rabillo del ojo, un tanto incómodo por su permanente vigilancia. -¿Acaso quiere saber, de acuerdo a nuestra expresión, si la comida le quedó buena? ¿Será posible que ella nunca coma nada?
Después de quince días de mucho explorar y conocer, nos dispusimos a emprender el regreso a la capital. Antes de hacer las maletas, concertamos con mi primo una pichanga de fútbol con los escasos pobladores de ese lugar. La cancha fue el patio trasero de la casona y uno de los arcos fue establecido entre un nogal y una higuera. El otro, sólo fue bosquejado por un par de piedras.
El partido fue brusco y entonces me di cuenta que mi personalidad se exacerbaba en la cancha, gritaba e insultaba y no paraba de gesticular y reclamar. Hasta a mí me sorprendía esta repentina metamorfosis y me entraba el pudor al ver que mi tía y los dueños de casa contemplaban con atención aquel lance.
Cuando llevábamos más de una hora jugando y la cuenta arrojaba una paridad a nueve tantos, acordamos que el que hiciera el último gol ganaba el partido. Fue entonces que, iluminado no sé por qué repentina inspiración, tomé la pelota en mi propio campo y para eludir a un fornido jugador hice una gambeta que tuvo como resultado que el grandote pasara de largo. Entusiasmado, me engolosiné con el balón y aprovechando el impulso, dejé atrás a otro que me salía al encuentro y de paso hice una finta y engañé a otro gigantón y avancé más allá del medio campo, ribeteado por una corrida de claveles. Ya en el área chica, artesanalmente trazada con un palo de escoba, hice un enganche y dejé botado al defensa y cuando el arquero se me venía encima, lo engañé con un toque sutil y la pelota se coló entre las dos piedras, decretando el triunfo de nuestro improvisado equipo. Años más tarde, en la pantalla de la TV vería a Maradona haciendo algo muy parecido.
Debe haber sido el saludable aire que se respiraba en ese bucólico lugar, deben haber sido las cazuelas de la señora María, acaso fueron sus punzantes miradas para que yo me comiera todo. Pudo ser una conjunción de todas esas cosas o alguna otra que en este momento no recuerdo, las que provocaron que yo, el sempiterno patadura, hiciera un gol que no figura en ninguna estadística, pero que aún restalla en mi memoria como una simpática y lejana proeza…
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