BONGOS EN LA ORILLA
La mañana olía a brea, a marea baja, a algas rojas en la orilla. Los bongos de los pescadores se disponían a empezar la faena. En lo alto de la roca, desde donde aguaitaba el mar, se escuchó el grito de siempre…"!la mancha, mancha, la mancha!”.
"Tortuga", amplia sonrisa, arrugas en la frente, torso desnudo, gordo, de piel cobriza y brillante, templada como un tambor en fiesta, prominente ombligo, pantalón recortado a la rodilla, descalzos los anchos pies. La mano derecha haciendo visera para evitar confundir a los ojos con el brillo del sol. A lo lejos se divisaban “las dos cabezas”, restos de un caldero petrolero hundido hace años, del que solo aparecían dos chimeneas oxidadas, que a lo lejos simulaban a una pareja de bañistas sumergidos hasta el cuello.
En la orilla, enfilados, los bongos de madera, pintados con brea, dentro de estos, las negras redes tejidas a mano, meticulosamente dobladas para echarlas a lo largo de la avanzada dentro del mar, los baldes plásticos para “achicar la agua” en caso de que “dentrara”, los remos de palo tallados a mano y las esperanzas sumergidas a punto de convertirse en sonrisas.
Adentro brillaba la mancha, el gran cardumen de lisas saltaba y chapoteaba, reflejando como espejos ovalados el intenso sol de febrero. Gaviotas, pelícanos y fragatas, hacían un festín con las saltarinas suicidas, que llegaban a su boca como un regalo del mar.
Desde el “aguaitadero”, se escuchó un chiflido. En perfecta comunión con las olas, dos bongos se adentraron al mar, uno echaba las redes formando un círculo que encerraría la mancha y el otro cargado de pescadores golpeaba con los remos la superficie del mar espantando a las lisas hacia la trampa.
En la playa, bajo una ramada algunas mujeres habían encendido una brasa, dentro de un cajón de madera forrado su interior con viejas latas. Los hijos de los pescadores jugaban en la orilla, mientras que por las rocas que bajaban a la playa, se veía llegar a los compradores de pesca, mujeres y vecinos del lugar.
Bajamos corriendo por las rocas, como cangrejos que conocían de memoria cada una de ellas, dónde pisar y dónde no -"… esa está floja", "cuidado te manchas los pies con brea", "allí hay una caca de perro", "corre que allá viene el loquito del cajón…".
Los perros nos seguían, imitando nuestras pisadas, algunos de ellos daban enormes saltos desde las rocas hasta la arena y nos adelantaban, se revolcaban como locos para satisfacer su picazón y las pulgas saltaban rendidas fuera de sus peludos cuerpos. Luego corrían hasta la orilla en donde jugaban los hijos de los pescadores y empezaban a fastidiarlos chapoteando y tirándoles de los pantalones hasta hacerlos caer al agua.
Los bongos bordaban un círculo con las redes y las lisas saltaban inocentes y felices dentro de la rueda, trampa que poco a poco se iba cerrando y las agrupaba aun más. Inmediatamente empezaba el retorno, los dos bongos remaban hacia la orilla y todos nos apurábamos para ayudar a halar las redes. Algunos pescadores saltaban del bongo y con el agua hasta el pecho empujaban el bongo hacia la orilla. Los jóvenes hacían rodar por la arena, desde el techado de hojas de palma, los cilindros de tronco de balsa, sobre los que trepaban los bongos para facilitar su movilización. Una vez sobre ellos, la maniobra de empujarlos era más fácil.
Todos los participantes nos ubicábamos uno detrás de otro, tomando las sogas de donde colgaban las redes. Los fuertes pescadores se ponían a la cabeza, luego los muchachos jóvenes, las mujeres, los niños de los pescadores y al final nosotros desmedíamos fuerzas imitando los movimientos, gestos y gritos de Tortuga, Cholo Blanco y otros pescadores que hablaban a gritos, felices con la faena cumplida.
Las negras y ahora pesadas redes, iban apareciendo entre las pequeñísimas olas de la orilla, cargadas de lisas, chimillas, caritas, camarones y otras ofrendas del mar, que brillaban en su aparición entretejida, saltando y luchando por escapar de la trampa que las había sacado de su reciente festejo. Algún cangrejo curioso se acercaba con sus tenazas y campante se llevaba un trofeo sin haber participado en la batalla. Algunas rosadas estrellas movían sus cinco desesperados brazos tratando de huir, mientras que nosotros nos manteníamos en la imposible labor de sacarlas por uno de los hoyitos de la red. Otras ladronas llegaban desde el cielo y en picada se lanzaban sobre el botín que aun luchaba por huir por los resquicios que formaban en su desesperación, hasta que algún pico más rápido que ellas, las capturaba y las llevaba por los aires en un cortísimo vuelo hacia la muerte.
Vivas las redes, saltaban sobre la arena. Los pescadores desenredaban con paciencia el enrollado de redes que brincaban, sacando con magistral destreza, las lisas y otros peces que se habían sumado al conjunto. Aventaban los peces a la arena, hacia los lados de las redes, los espectadores respetaban y no tomaban nada. Los compradores iban llenando los cajones de madera y los cargaban sobre los hombros hacia un apartado. Nos entreteníamos con los cangrejos y las chimillas o con alguna mantaraya. Una vez terminada la repartición y venta del producto, los pescadores nos obsequiaban dos o tres lisas gordas que llevábamos felices a casa. Con semejante regalo en las manos, nos hacían creer que nuestro esfuerzo había colaborado en la captura. Más arriba, en el techado, las mujeres limpiaban los peces y los ponían sobre la brasa, dejando escapar el aroma placentero de la grata faena culminada que se trenzaba con el de la brea y el sol.
Los bongos descansaban ya en la orilla, y el sol de febrero se pegaba un chapuzón.
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