Estimado lector: sé que esta historia va a causar en usted esa gracia que sólo provoca la vergüenza ajena. No se sienta culpable por ello. Incluso yo, mientras esbozo estas líneas, no puedo reprimir una sonrisa al evocar estos absurdos recuerdos.
En otras épocas hubiera querido llevar este escrito por los carriles del terror, pero ya he prescindido de esa idea. Además, la sucesión de situaciones incómodas que voy a relatar estaría mejor enmarcada en el drama costumbrista.
Todo comenzó con la primera cena que compartí con mis suegros. Mi novia, Verónica, al igual que las otras chicas con las que había salido, se sentía un poco avergonzada de mi condición de escritor y estaba nerviosa con el tema de esa reunión.
Era comprensible. ¿Cómo decirles a los padres que mi única entrada de dinero eran los $400 que recibía por publicar artículos y conseguir publicidad para una revista de videoclub?
A pesar de ese cuadro desesperanzador, cualquiera que me hubiera visto en aquellos tiempos habría presenciado a un ser fatuo, enamorado del sonido de su propia voz. Dos o tres comentarios elogiosos y la inclusión de algunos de mis cuentos en antologías sospechosas me habían hecho creer que era el nuevo rey del terror, la esperanza del género. El baño de humildad que recibí esa noche fue devastador.
Mi suegro, Reinaldo Materazzi, era un Prefecto Mayor retirado. En la guerra de Malvinas había servido como Subprefecto y mi novia me había advertido hasta el hartazgo que no mencionara dicha guerra, salvo que Materazzi hiciera expresa referencia a ella. Su esposa, Valentina, era el estereotipo de la mujer de un militar: sumisa, callada y siempre esperando nerviosa la orden de su marido.
El aplomo que mostré desde el momento en el que llegue a la casa de mis suegros nos dejó satisfechos a todos. El apretón de manos que le di al Prefecto fue firme, pero sin exagerar. La mano de Valentina, en su turno, me dio la impresión de estar reteniendo un pájaro asustado, asi que fue un contacto muy fugaz.
Mis ahorros de esa semana se me habían ido en la botella de López tinto cosecha 97 que llevaba bajo mi brazo izquierdo. Fue un detalle que no había comentado con Verónica y no solo fue sinceramente bien recibido por Materazzi, sino que también me sirvió para solucionar el dilema de cómo saludar a mi novia: en vez de un beso que nos habría hecho sentir mal a todos o un apretón de manos totalmente demodé, sólo usé un “buenas noches”, acompañado de una sonrisa, y deposité la botella en sus manos.
Salvado el primer obstáculo, el Mayor me invitó a pasar al living, mientras que las mujeres se dirigieron a la cocina.
Lejos del interrogatorio que imaginé, cuando nos quedamos solos, Materazzi y yo comenzamos una conversación muy animada sobre temas triviales. Sólo tuvimos una mínima desavenencia en nuestros gustos futbolísticos, pero no fue significativa. Es más, cuando llegó el primer plato, el Mayor y yo estábamos muy entretenidos criticando a Bucay, un excelente enemigo en común con muchos flancos débiles que servían para nuestro solaz.
Interrumpimos nuestra charla y nos sentamos a la mesa.
Después de una corta oración del patriarca, empezamos a comer.
Disfruté en silencio del primer plato, una sopa de finas hierbas, y percibí satisfecho como la familia Materazzi se turnaba para observarme con miradas de aprobación ante mis cuidados modales. Incluso pude disfrutar de una fugaz sonrisa de Verónica, en la que adiviné sus largos, estrechos, blanquísimos dientes.
En el ínterin en el que mi novia retiraba los platos, Valentina me hizo su primera pregunta en la noche:
- Nos ha contado Verónica que muy pronto saldrá a la venta su primer libro, Santiago. ¿Acerca de qué exactamente escribe usted?
Sin tan siquiera un rictus, dije la respuesta que todos conocían:
- Terror, Señora. Modestamente, se me dan muy bien las historias de miedo.
La confianza que exudaba era increíble. Después de esas palabras, hice una estudiada pausa para explayarme a gusto sobre mis logros en el área, pero Valentina me cortó en seco con una revelación inesperada:
- ¿Verónica le ha contado que mi marido también escribe historias de terror?
Parpadeé un segundo y con mi discurso desbaratado, dije que no sabía nada acerca de eso y que era una grata sorpresa.
El Mayor Materazzi hizo unos gestos como quitándole importancia a la cosa, pero se notaba que era algo muy relevante para él.
En ese momento llegó Verónica con la fuente del plato principal y, como si todo hubiera estado perfectamente ensayado, se metió en la conversación:
- Tendrías que mostrarle tu cuento a Santiago, Papá. ¿Querés que suba a buscarlo?
- No. Por favor. ¿Para que molestar al pobre muchacho con mis tristes esbozos?
Ante tan melodramática actuación, decidí cortar todo en seco con una respuesta acorde al ambiente cursi imperante:
- Discúlpeme, Señor Materazzi, pero si no me muestra ese cuento me sentiré terriblemente ofendido.
El mohín que hizo el viejo militar ante mis palabras fue realmente un show aparte. Con la sonrisa de un colegial, prometió mostrarme su obra apenas termináramos la cena. Agregó que no me garantizaba la calidad de la misma, pero que su extensión era muy exigua.
Comí el plato principal, una jugosa carne al horno con papas chilenas, y el postre, Tiramisú, con la preocupación de cómo sobrellevar este factor inesperado en mi visita. ¿Cuál debería ser mi reacción ante el dichoso cuento? Si era bueno, con un elogio bastaría. Ahora, si como yo esperaba, la obra fuera algo desastroso, tendría que reprimir mi ego crítico. Lo cual era algo muy difícil en esa época de mi vida.
Una vez finalizada la comida, nos dirigimos a la sala de estar. Valentina sirvió café para todos y Verónica subió las escaleras.
La atmósfera parecía la de un juicio y yo no me sentía muy bien en mi rol de fiscal.
Verónica llegó con una carpeta marrón, sin inscripciones y la depositó en mis manos con cuidado.
En el interior encontré 12 hojas A4 escritas con letra Arial 12. El cuento se llamaba “Derrumbe”. No era un título muy prometedor, pero los primeros renglones me dejaron sin aliento: “Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso," .
Me metí en la historia, ajeno a los rostros expectantes que me rodeaban.
Era increíble, mesmérica. Leí las doce hojas de corrido y llegué al final con la terrible seguridad de estar frente al cuento perfecto. Terminé de leer y mi mente empezó a repasar todos los relatos que integraban mi obra: “La llaga”, “Nocturno”, “El juego”, todos eran descubiertos en su naturaleza mediocre y decadente.
(Santiago)
(Santiago)
12 hojas, unas 6000 palabras habían bastado para demostrarme que yo no estaba ni cerca de lograr algo así.
- ¡¡Santiago!! ¿Te gustó o no?
Miré a mi novia sorprendido. Me había olvidado por completo de dónde estaba. Busqué con mi apaleada vista a Materazzi y creo que balbuceé algo así como “Señor, esto es sublime”. Cerré la carpeta y se la entregué.
- Bueno, Repetto. – Dijo, tomándola. – Usted es la primera persona que lee esto. Tanto mi mujer como Verónica siempre me han dicho que este tipo de historias no les gusta.
Ahí comprendí que la adversión de mi novia hacia el horror en todas sus formas era hereditaria.
- La verdad es que si llegaran alguna vez a leer esto no dormirían nunca más. – Agregué y todos sonreímos, aunque mi gesto fue muy forzado.
No mucho después, llegó la hora de la despedida. Los padres de Verónica me saludaron en el hall de entrada, con la aprobación implícita que significaba el hecho de que se me permitiera ser acompañado hasta la calle por mi novia.
Me quedé en la vereda con ella, esperando mi taxi.
- ¿Mi amor, la pasaste bien? – Me preguntó mientras me abrazaba.
- Muy bien, Vero. Tus Padres son unas personas buenísimas. Me sentí más que cómodo.
- Gracias. Vos estuviste encantador, como siempre. – Dijo y me besó. – Pero...
- ¿Pero qué? – Inquirí.
- Nada, nada. Por un momento me pareció que el cuento de Papá te había puesto mal.
(¿Mal? ¿Por qué? ¿Porque ahora toda mi obra parece un balde de mierda?)
- Para nada, mi amor. Simplemente me sorprendió lo bien que escribe tu Papá.
- ¿En serio?
- En serio.
- Bueno, entonces me quedo tranquila.
Se sintió un bocinazo a mis espaldas.
- Llegó tu taxi, vida.
Me despedí y subí al vehículo.
Una vez en mi casa, seguí dándole vueltas al asunto. ¿Qué nuevo curso tomaría mi vida después de la terrible revelación de esa noche? Al día siguiente tenía que llevar en un disquete toda mi obra a la editorial, pero ya no le veía sentido.
Ya llevaba unas cuantas horas pensando en eso cuando de pronto sentí que golpeaban mi puerta.
La noche bizarra continuaba.
Por la mirilla pude observar la imagen más inesperada: el Prefecto Mayor Materazzi se tambaleaba, evidentemente borracho, frente a mi domicilio.
Abrí inmediatamente y tras farfullar un “Permiso”, Materazzi ingresó casi cayéndose. Llevaba en sus manos la maldita carpeta marrón.
Tres horas más tarde, yo seguía conmocionado por todo lo que había pasado. Apenas tomó asiento, Materazzi me refirió la verdadera historia de “Derrumbe”
No era suya. El Coronel Wilson, piloto de un helicóptero inglés que aterrizó en Malvinas por un problema mecánico había quedado bajo la custodia de su compañía.
Como Materazzi era el único que hablaba inglés fluidamente, y ya que en todas las guerras los pilotos tienen un trato preferencial, se fue formando una relación digna de dos oficiales instruidos.
En los tiempos libres, Materazzi y William, tal era su nombre de pila, hablaban horas acerca de miles de temas ajenos a la guerra.
Un día antes de la rendición argentina, Materazzi encontró a Wilson escribiendo en su celda improvisada. Respetuosamente esperó a que terminara, pensando que se trataba de una carta privada, pero se sorprendió cuando el inglés le acercó las hojas y le preguntó que le parecía lo que había escrito.
Entre lágrimas e hipos, Materazzi me confesó que la muerte de Wilson no había tenido nada que ver con la tristeza de la derrota. Todo el odio del mayor, que se plasmó en 8 disparos hacía el inglés, había nacido en la envidia ante la increíble narración.
Se le abrió un sumario administrativo al entonces Subprefecto pero en aquellos tiempos sombríos todo quedó olvidado y no tuvo problemas con los ascensos.
Después de contarme esto, el Mayor se recostó en mi sofá y se quedó completamente dormido.
Sus dedos todavía seguían aferrados a la carpeta.
En ese momento descubrí cómo nacen la mayoría de los crímenes.
Sin pensarlo, pero también sin dudarlo, apoyé un almohadón sobre el rostro de mi suegro.
Me sentí como el filatelista que quemó uno de los dos ejemplares de la estampilla más rara del mundo sólo para ser dueño del único ejemplar.
Las manos del mayor se levantaron un poco, pero enseguida cayeron.
Tomé la carpeta de entre sus dedos y la dejé sobre la mesa.
Pensé enseguida en enterrar a mi suegro en el patio trasero, pero me pareció mejor usar el sótano. Nadie conocía su existencia y la alfombra tapaba la entrada.
Apenas terminé de esconder el cadáver, me aboqué a la tarea de transcribir “Derrumbe” en mi PC y agregarla a los cuentos que en pocas horas entregaría.
Cuando llegué a la editorial, le entregué el disquete a Daniel, el diagramador. Con un guiño, le dije que leyera con atención el último cuento de la serie.
De vuelta en mi casa, levanté los mensajes del contestador automático. Todos eran de Verónica informándome de la desaparición de su padre.
La llamé para calmarla y le dije que en media hora estaría en su casa.
Me estaba vistiendo para salir, cuando sonó el teléfono.
Atendí pensando que era mi novia, pero me sorprendió la voz de Daniel:
- ¿Santiago? Daniel de la editorial. Te llamo porque estaba haciendo el diagrama de tu libro y cuando llegué al último cuento “Derrumbe” me di cuenta de una cosa: Mirá, si es un chiste, todo bien, pero igual tengo que avisarte que “La caída de la Casa Usher” es un cuento muy famoso de Poe. No puede salir publicado con tu nombre.
El auricular cayó de mis manos. Mi cuerpo empezó a llenarse de un sudor frío.
¿Poe?
¿Había matado a mi suegro por un cuento de Edgar Allan Poe?
En la secundaria había estudiado “El escarabajo de oro”, y ese era mi único acercamiento a él hasta ese día.
Empecé a reírme y a gritar. El demonio de la perversidad me hizo aullar mi crimen hasta que alguien, quizás un vecino, llamó a la policía.
Cuando arribó la ley tuvieron que tirar la puerta abajo porque yo seguía con convulsiones en el piso al momento de su llegada.
Me sentaron a la fuerza en una silla y se quedaron mirándome extrañados. Harto de su cinismo les espeté: Basta ya de fingir, malvados! ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡
Ahora escribo esto tras los barrotes de mi cárcel.
Es lo primero que me atrevo a escribir en mucho tiempo.
En esta prisión estoy pagando las dos grandes deudas que tengo: por un lado, purgo la condena que me impuso la sociedad por matar a uno de sus integrantes, y por otro lado, utilizo todo mi tiempo libre para leer a Lord Dusany, Machen, Lovecraft y otros, como forma de enmendar el peor de mis errores: haber creído que se podía transitar la senda del Terror ignorando a los grandes maestros.
“y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.” |