Herman terminaba ya su novela. Faltaban algunas pocas páginas y se debatía en la duda. ¿Cómo debía morir Absalón?

Para precisar, este era el personaje central de la obra, un ser malévolo que atacaba a sus víctimas indefensas y las torturaba horriblemente antes de ser asesinadas. Era necesario que el criminal tuviese un castigo ejemplar que fuese acorde con las atrocidades cometidas. ¿Qué muriese en la horca? Muy épico. Algunos héroes famosos, de un muy buen fondo moral eran ajusticiados así. No, Absalón no se merecía eso. ¿Suicidio? Tampoco. Era demasiado versallesco verlo morir de esa forma, porque ello denotaba arrepentimiento y eso no se condecía con la personalidad del malhechor. ¿Muerto a tiros, despeñado, electrocutado? Herman bostezó largamente. Eran las tres de la mañana y aún no se decidía sobre cual sería el final del asesino de la capa negra. Se levantó para prepararse un café cuando una idea genial cruzó por su cansada mente. ¡Claro! ¡Eso era! Y se apresuró a sentarse en su escritorio para, pluma en mano, terminar de una buena vez su novela. Mientras escribía, tarareaba una antigua melodía bávara. Las letras azules se iban alineando en el blanco papel, diríase que con la alegría de previsualizar un final feliz.

Al día siguiente, el cadáver de Herman fue encontrado apuñalado sobre su escritorio. Algunos vecinos dicen que, a altas horas de la madrugada, vieron salir corriendo del departamento a un individuo que vestía una capa negra, con un gran legajo de papeles bajo el brazo.