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La mala suerte

Muchos años después, Jenry Zapata se hizo por undécima vez la misma pregunta: ¿Si tuviera que dar marcha atrás en tiempo, edad y hechos, qué lugar escogería? Había cavilado esta pregunta una o dos veces por año y, jamás hasta ese cerrado día de invierno, se dio la respuesta que deseaba. En sus recuerdos se confundía con los nombres y los lugares e inclusive con los años y los rostros de sus más de treinta y tantas amigas, amantes y novias que tuvo y aún tenía. Jenry no sobrepasaba aún los treinta y seis, pero su apresurada y ocupada vida no le daba tiempo para mirar atrás, encontrar una mujer que le hiciera escapar de las que lo acosaban frecuentemente y buscar en la raya del horizonte un derrotero que le guiara por el buen sentido familiar de la vida. En eso estaba cuando por fin dio con la respuesta.
La noche aquella rememoró cuando Olga le presentó a Tania. ¡Sí! Aquel viernes frío de enero, si tal vez hubiera prestado mayor atención a todo y, por supuesto, a ella, quizá me hubiera fijado en el color de sus ojos y de sus cabellos, en su sonrisa, en la curva de su cintura, o escucharía más atento el tono de su voz: si era fino, agudo o grave. Quizás hablaba cantando o silbando, fuerte o con tono modulado, con ironía y sarcasmo o simplemente tenía una voz común y corriente. Hoy día constataría todo aquello, pero no fue así.
Cuando entraron en la habitación de Olga, nosotros apenas habíamos terminado de saciarnos de la atracción sexual que compartíamos desde hacía una semana. Estábamos como adormecidos, nos mirábamos embelesados por nuestra osadía y arrogancia (Olga era casada y tenía una hija de seis años), frente a los problemas que podría acarrear nuestra unión casi clandestina. Por eso, tal vez el humo aquel de la indiferencia al darnos la mano, al cruzar unas palabras obligadas por educación y luego de unos instantes despedirnos sin el más mínimo afán de volvernos a ver otro día. Pero esa noche o al atardecer, pues en Rusia en invierno hacia las cuatro de la tarde ya es de noche, según Olga había dos muchachas más junto a Tania –yo no lo recuerdo– que al salir le susurraron al oído que ojalá nos fuera bien con lo nuestro y que tuviéramos cuidado. ¿Cuidado?
Un mes después, cuando Olga Alexandrovna decidió confesarme la verdad sobre su estado civil, me di cuenta de que algo no marchaba bien en el entorno que frecuentaba. Por un lado, la mujer nunca me dijo que el esposo había sido un profesor de literatura en la universidad de la ciudad; por otro, hasta entonces siempre que preguntaba por él, me decía que estaba de viaje de cursillos y que no regresaría hasta medio año después.

–No –decía– no es simple esto, quiero que me escuches y comprendas bien todito. Mi marido no quiso hacer daño a nadie, sabes. Le propusieron un trabajo extra en una nueva empresa de exportación de redes para pesca industrial y aceptó, sin conocer el medio y a la gente que lo rodeaba. Al cabo de un año, la empresa se vino abajo y los socios que invirtieron el dinero se pusieron contra él. Mafia o no, le amenazaron de muerte y tuvo que salir de la ciudad; lo están buscando y yo misma no sé dónde está.
–Pero ¿Y su trabajo, su hija, tú...? ¿A ustedes no les harán daño?
–Espero que no, pero ya tuve dos entrevistas con unos tipos y les dije que no sabía dónde estaba, no se comunica con nosotros.
–¿Eso es todo, no hay nada más? –le interrogué mirándole a los ojos.
–Sí, pero es algo más terrible... ¿Te acuerdas de Tania?
–Sí, ¿Qué pasa con ella?

La mala suerte comenzó desde aquella inesperada visita de las tres muchachas al nido de amor que Olga y yo protegíamos con tres llaves –literalmente cierto– por si acaso. No para nosotros, que habíamos concebido nuestra relación como algo natural, a pesar de la diferencia de edad entre los dos. Olga, por un lado, nunca se sintió cohibida con sus treinta y tres años y yo jamás le echaba en cara mis veintitrés recién celebrados. En todo caso, nuestra conversación diaria transcurría generalmente entre descifrar documentos del ruso al español y escribirlos a máquina. Olga, por esos tiempos, estaba afanada en traducir los papeles que su marido había dejado de todas las transacciones comerciales que había firmado con diferentes empresas latinoamericanas importadoras de las famosas redes de pesca industrial.
La noche que la conocí vino a mi cuarto o habitación buscando a Walter, un panameño que vivía en un piso inferior al mío, pero que, por coincidencia, no se encontraba en esos momentos, y por eso probó un piso más arriba creyendo que le habían dado mal el número de la habitación.

Cuando la vi, me pareció que traía un vestido celeste floreado, muy pegado al cuerpo. Serían como las ocho de la noche, tocó muy suavemente a la puerta y esperó que le dijera: “entre, está abierto” para deslizarse dentro de mi habitación y sorprendida o avergonzada preguntarme: “¿Es usted Walter?” Le respondí que no, que él era panameño y yo peruano, que yo me llamaba Jenry y que este cuarto era el setecientos cuatro y el de Walter estaba abajo y era el seiscientos cuatro. No sé si me entendió, pero se quedó parada más ruborizada aún, sin saber si irse o preguntar algo más. Al final, viendo que la hermosa mujer traía algo en las manos, le pregunté si podía ayudarle en cualquier cosa. Sí, me dijo ella acercándose más a mí. Estaba yo en la mesa bebiendo un vaso de cerveza cuando percibí al instante el olor suave del agua de violetas que quizá utilizaba y el escote de sus pechos. Ella se dio cuenta de mi perturbación, pero no hizo nada por ocultar sus curvas, más bien, se sentó a mi lado y, en tono de súplica, me pidió que le ayudara a traducir unos papeles del ruso al espanol. Al sentir su presencia provocadora, no me negué; al contrario, le dije que le ayudaría cuando quisiera y si era posible esta misma noche trabajaríamos juntos. Ella aceptó contentísima y me dejó tres documentos para traducir y luego llevárselos a su habitación, a cualquier hora...

Una semana después aparecieron las tres muchachas, justo cuando Olga y yo nos sacudíamos de los hilachos del amor saciado unos minutos antes. Aquella noche Olga tenía apenas, sobre el cuerpo desnudo, una bata crema, muy transparente. Quizá por eso tampoco me di cuenta de la presencia de las otras dos chicas, que según la mujer estuvieron esa noche. Ahora recuerdo que cuando golpearon a la puerta yo miraba extasiado la deslumbrante figura de Olía (como le decía con cariño) que de un lado a otro caminaba moviendo graciosamente sus caderas, sensualmente diría yo, apuntando mejor, mientras consumía el tercer cigarrillo del atardecer. Le dije, creo: “que por primera vez veía toda su figura y por vez primera también veía a una rubia verdadera”, ella sonrió, pero no se cubrió el sexo, que era donde mis ojos tenían puestos la bala.

Al fin, después de unos segundos de duda, Olga me contó que Tania había fallecido hacía unos días, inesperadamente.
–¿Cómo? –la interrogué sorprendido.

Olga era una mujer muy clara en sus posiciones y tenía el don de decirte cómo son las cosas. Sin preámbulos inoficiosos, me explicó bien los hechos como una despedida sin remedio.
A Tania la conocía desde que estuvieron en el jardín de infancia, sabía que la amiga vivía sola desde que sus padres murieron. Cientos de veces estuvo en su apartamento festejando cumpleaños o simplemente de visita. Olga sabía que Tania era muy distraída y que muchísimas veces se olvidaba el manojo de llaves dentro del inmueble y para entrar siempre pedía a la vecina Shura (una viejecita con otra historia) que le dejara trepar de su bacón al suyo. Así sucedía casi a diario y jamás le había pasado nada a Tania, a pesar de que ella se colgaba de un balcón a otro en un noveno piso.
Olga me explicó que según la abuelita Shura, ella normalmente llegó a las siete, sonó el timbre y le pidió de nuevo dejarla pasar, pues esta vez había olvidado hasta las llaves de repuesto en el departamento. Tania entró, se quitó las botas, cruzó la sala de la anciana, entró en el dormitorio, abrió el balcón (afuera hacía menos de cinco grados) y se subió a la baranda. Alzó los ojos un instante y observó desde esa altura fresca las luces de la ciudad, llegando a ver hasta la estación de trenes, que reconoció por las luces del reloj. Aspiró una buena bocanada de aire fresco y se pegó a lo que ya era parte de la ventana de su balcón. Tania nunca miraba abajo en esas incursiones atrevidas y peligrosas, pero esta vez se cercioró de que sus pies estuvieran bien posicionados en los bordes de los dos balcones, se aseguró y, en un fugaz segundo, recordó que abajo estaba el restaurante “Okean”. La anciana cuenta que escuchó un crujido en su balcón y un grito corto y seco. Corrió a ver lo que había sucedido y lo primero que pensó es que Tania había quebrado uno de los botes de mermelada que acaba de envasar para el largo invierno. Como ya era de noche, al mirar hacia el vacío, no distinguió nada extraño sobre el techo del restaurante, pero, justamente ahí, el golpe del cuerpo de Tania alertó a los trabajadores y, cinco minutos más tarde, el cuerpo inerte de la mujer fue encontrado.

Olga, conmovida por su propio relato, rompió a llorar y terminó diciéndome que los doctores habían diagnosticado tres paros cardiacos antes de chocar contra el techo del restaurante; o sea, había muerto en el aire, del susto. Pobrecita, terminó Olga, “felizmente antes de chocar contra el cemento”.
Así como Tania desapareció, al poco tiempo yo también tuve que alejarme de la rubia verdadera, pues pensó, o a ella se le metió en la cabeza, que Tania no se había caído por sí sola, sino que había sido asesinada, y, como me adoraba, me despidió de su vida con lágrimas en los ojos una noche que se entregó en cuerpo y alma a mis brazos y las botellas de champaña corrieron como fuego por nuestras venas.


París 25.08.2004

Texto agregado el 29-08-2006, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-09-2006 Bien pues, si de eso se trata lo ha conseguido... perdon, me refiero a eso de entretener. muy buena lectura para un buen día, es facil y fluido. bello... gracias (me gusto tanto que se llamara Tania, igualito que yo). pisa-papel
 
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