Miguel y las horas
Miguel, recién ha cumplido 39 años, lo llaman retrasadito. Cuando su madre lo paría, el médico, la partera… todos, andaban preocupados dentro y fuera de aquella habitación… no lloraba… no encontró, todavía, ninguna razón para hacerlo.
Aún pequeño de la mano de su madre, esperaban en la marquesina de la parada de la guagua, comprendió que en este mundo había dos clases de personas, las que haces daño que les mires o les hables y aquellos a los que los demás se dirigen para preguntar con respeto y admiración:
– ¿Tiene hora, señor?
Aquel año, por navidades, pidió a los reyes magos le trajeran un reloj…
Ya no lleva sus pantalones cortos, tampoco sus botas de fútbol con los cordones desamarrados… Pasa la gente por las calles, lo ven apoyado en las esquinas, en las puertas de las tiendas, sentado en algún rellano, siempre hay alguien que de vez en cuando se detiene a preguntarle:
– ¿Qué hora tienes Miguel?– él, lleno de entusiasmo, contesta:
– Son las tres– si observa algún gesto que llega a torcerse, echa de nuevo una mirada a su muñeca y rectifica:
– ¡No, son las diez!
Miguel no sabe de palos grandes ni pequeños que señalan números, hace rato pasó el tiempo que el maestro le señalaba la esquina del aula, los pocos días que acudió al colegio…retrasaba, decían, al resto del curso.
Aún ahora, cuida que nunca se detenga, cuando en alguna ocasión la pila se agota o el segundero va como al traspié, le han visto corriendo, como enloquecido, dirigirse a la casa del relojero del pueblo y una angustia dibujada en su cara de que las personas le retirarán para siempre la palabra.
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