Y ni siquiera supo la hora de su muerte...



Se levantó temprano. Bebió el café, mientras miraba las noticias antes de ir a trabajar. Luego, su silueta se perdió entre la multitud de las aceras. El tiempo lo apremiaba. Entonces comenzó su tarea de oficinista atendiendo el conmutador. Las distintas líneas no dejaron de sonar en toda la mañana. Agobiado, tomó un descanso en el almuerzo; la comida rápida nunca le había caído bien y el calor a esa hora se hacía insoportable. Regresó al trabajo; a escuchar las mismas voces en el auricular, mientras miraba constantemente su reloj. La vida se le hacía eterna apresado en ese pequeño recinto. Colocó en la ranura su tarjeta de salida, para caminar hasta el departamento. En cambio, las horas fuera se esfumaban - pensó - a la vez que observaba esos lujosos escaparates fluir en sus retinas...
La mañana lo encontró otra vez frente al desayuno. Presuroso se internó entre las calles del barrio. Un dolor punzante lo inmovilizó, mientras le arrancaban su reloj a cambio de una puñalada. El espasmo hizo que trastabillara hasta caer de rodillas hacia el piso. Sintió al mundo deshacerse en el correr de esos segundos. Tuvo miedo; la respiración era agitada. Atinó a palpar el espacio en su muñeca para entender la causa de esa muerte; aunque ya era demasiado tarde para medir al tiempo...

Ana Cecilia. ©