Tres rayos adornan un cielo aún dolido por la intensa guerra de nubes sufrida durante los últimos días, a consecuencia, una leve capa de humedad impregna la calle. Esta, habitada a las seis y media, por un hombre limpiando un SEAT Córdova y el típico señor jubilado que pasea todas las tardes para, según el médico, mejorar su salud. De fondo, estilo decorado de cine: carreteras, pisos, fábricas... la otra parte de la ciudad; delimitada por el Mar Mediterráneo y adornada con un atardecer insignificante para la mayoría de la población.
El tiempo pasa.
Ahora un pequeño adorno se añade al descampado de enfrente: la figura de un perro con necesidades y la de una dueña sumisa. Toda una parte de la ciudad está a los pies de este terreno y de la calle, de los pisos, de las personas que lo acompañan. Es una zona elevada, un pequeño monte urbanizado seguramente por un ambicioso alcalde o por un barrio aburrido de su viejo aspecto naturalista.
El tiempo pasa.
De pronto y por secciones las luces de las diferentes poblaciones se van encendiendo, como recibiendo a una luna que ya llevaba tiempo esperando a que el sol, cansino, diera su retirada. Pero siempre se adelantan, por eso, por su función iluminadora, el panorama de esa explosiva combinación de luz y oscuridad se hace menos atractivo. El blanco dragón de la derecha, una nube actriz, ahora se encuentra en el polo opuesto y transformada en un sutil conejo oscurecido.
El tiempo pasa.
Se escucha una nota blanca que anuncia el final de un disco que ha estado llenando la habitación, impidiendo que la soledad que reina se apodere del ambiente. Aún así esa señora me hace suspirar y bajar del vacío en el que me encontraba. Pero a pesar de la caída, no me he movido, no hay motivo ninguno para buscar otro sonido que llene el vacío. Ahora no me molesta el silencio, a pesar de que es uno de los ruidos que no quiero frecuentar en este momento lo necesito.
El tiempo pasa.
Mi mirada sigue vacía, nula, con mil y un sitios que visitar y ningún punto donde apoyarse. Eso empieza a asustarme, además la luna ya tiene totalmente desplegado su negro manto de puntos luminoso que hace más tenebrosa esta situación, aunque las farolas estorben el magnífico hecho de la oscuridad. Me siento paralizada, absorta en la nada, suspendida en el tiempo por dos finos hilos. Ni una sola idea ni un solo pensamiento ni una sola sensación ocupa mi cerebro.
Simplemente el tiempo pasa.
Pero de repente y como un fuerte oleaje de viento imparable, una incrédula emoción sin sentido me arranca una tímida lágrima que paseaba por el borde del ojo. Mi cuerpo reacciona y emite una sensación: una terrible manada de hormigas empieza a subir por los pies hasta la cabeza estremeciéndome por completo y de pronto, como una desastrosa visión divina, mi mirada confluye en un callejón oscuro sin principio ni fin.
Ya no tengo brazos ni piernas ni cabeza, todo se va encogiendo, tanto que parece que una minúscula partícula vaya apoderándose de todo mi ser. Ese punto yace en mi corazón y a pesar de esa absorción no aumenta. Pero antes de llegar a esa absoluta nada mi cuerpo explota. Un gemido rompe ese brujo silencio, un llanto desesperado sobresalta toda la habitación y una terrible sensación de libertad me obliga a moverme sin la más mínima coordinación. Es algo parecido a una alegría de esas que te lanza al mundo para que de un solo bocado te lo comas, de esas que te evocan una terrible sensación de superioridad, de esas que te hacen fuerte para superar cualquier obstáculo que se oponga a una nueva vida.
Pero mi cerebro, al bajarme del cielo, me da un golpe contra una barrera llamada religión, y el desolador ambiente que me rodea consigue desvanecer esa desconcertada impulsividad, anular esa sensación vanagloriosa. No soy nadie, es más, no soy nada. Para mi destemple nací mora, privada de derechos sutiles y esclava de hombres, bajo una figura masculina imaginaria, adorada por todos y para nada.
Doy gracias a la vida por haber nacido, no culpo a nadie de mi existencia; pero al traerme aquí, a tierras extranjeras donde las mujeres son las reinas de la sociedad, se burlan de mí. La culpa es mía por compararme. Pero al menos, en mi país me encontraba con miles como yo, todas éramos iguales, ninguna tenía privilegios ni siquiera sabíamos que existía algo mejor; sin embargo ahora que lo se, me deploro exiliada dentro de un paraíso.
Siento una espantosa impotencia hacia mi ser: cuerpo inútil, mente mezquina y corazón enojoso.
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