Bienvenido al paraíso
Sin saber como llegué hasta aquí, donde mis ojos no ven más que el nubloso cielo y los rayos refulgentes del sol. Trato de recordar pero no alcanza con solo intentarlo, y miro a mis espaldas, pero no hay nadie que me explique. Y de tanto en tanto palmo mis alas, son grandes y blancas, y corrompen la brisa celestial con su aleteo. Además de alas tengo camisón, también blanco, largo hasta los pies desnudos. Sobre mi cabeza la aureola, y ya sé donde estoy y quien soy.
San Pedro espera frente a la verja de barrotes dorados, es la entrada al paraíso. Tiene barba, también blanca, y también camisón del mismo color. Me le acerco curioso, esperando la bienvenida y los augurios de la nueva vida. Mientras camino hacia él se forma una sonrisa amable en su rostro, dejando al descubierto sus blancos y prolijos dientes, y de su garganta seca de viejo me dice: “Hermano, seas bienvenido al paraíso”.
Nunca imaginé semejante sorpresa, durante mi infancia me crié entre católicos hasta que la adolescencia se apoderó de mí, y me di cuenta de que en realidad no creía en dioses ni brujas. Me volví un ateo, y desde entonces jamás volví a leer un pasaje de la Biblia, o a pisar iglesias. Y ahora esto. Me doy cuenta de que estuve equivocado todo este tiempo, y en este momento Dios me revocaba mi santidad devolviéndome a su camino, complaciendo el perdón que no merezco por ser un ignorante.
Las puertas de la verja se abrieron, y di mi primer paso a la felicidad eterna. Al avanzar por el sendero de blancas nubes algo en mi cuerpo comenzó a sacudirse, mis piernas y brazos temblaban, el torso se sacudía violentamente y unos golpes en la nuca me hicieron despertar. Estaba sentado en un sillón en el patio de casa, transpirado por completo, en frente mamá me zamarreaba por los hombros, asustada gritando: “¿Sebastián que te pasa? ¿Qué te pasa?”. Los recuerdos me volvieron a la mente, me había resbalado y golpeado el cóccix brutalmente, después me había sentado en el sillón para calmar el dolor y me desmayé sobre el. Después de reaccionar volví a “dormir”.
Abrí mis ojos, en mi cuerpo sentía el ardor del fuego quemándome los pies, y mis manos estaban esposadas entre sí. No sabía como había llegado hasta aquí. Frente a mí un hombre vestido de rojo furioso, con cuernos grotescos en la cabeza y cola con terminación en punta de flecha. En sus manos un arpón que amenazaba con castigarme y en mi cara una mueca de realismo. Claro, San Pedro no me tenía en su lista.
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