Desencuentros
No hay manera. No puedo huir de mis sábados. Me persiguen, me encuentran, me acorralan, se me implantan, me infectan. Son una sentencia sin fianza, y cómo no, si nací en uno perdido allá por los setentas. Llevo etiquetada su soledad añadida de naufrago urbano, el nada que hacer imperceptible que se cuela con cada tictac en la llaga. No quiero pasar por la revista (terminaré con mi columna a última hora como siempre hago), necesito romper con la mecánica acumulada de la semana y con ese fetiche de hundir mis dedos en las teclas del pc. Había quedado con Beto de unos tragos en su casa, tal vez, seguro se arrepiente. Ya no somos tan amigos, no desde que me miente, no desde que dejé de creerle, no desde que hiere a diestra y siniestra. Pasaré igual, aprovecho de saludar a Angie y llevarle unos pañales al bebé. Parece que fue ayer cuando esos dos se conocieron, inseparables en todo momento, yo la conocí primero y doy gracias al cielo (entre dientes) que no fuimos más allá de un fuerte abrazo, unas lágrimas y de las confesiones de turno, y el Beto apenas apareció hicimos migas, fue mi hermano. He estado como arbitro en cada una de sus peleas, como adhesivo en sus conatos de separación, imponiendo mis creencias cuando el niño pudo haber sido una estadística más, de la mano de ambos... pero los desencuentros acostumbran a estrangular los te amo. Beto quería una familia a cualquier precio porque nunca tuvo una, ahora las sábanas compartidas y los biberones de media noche destrozan su paz. Me voy, duele demasiado ver llorar a alguien que amas por alguien que a pesar de las metidas de pata sigues amando. Los tragos se embotellaron en el jamás. Llueve, pueden contarse las gotas. Un par de llamadas y nada. Un par de vueltas por el centro y me tropiezo con las mismas colillas en los mismos lugares. Una maldición sin contra. Aleja andaba de compras con su ma y a Jota el viaje desde Caracas lo reventó, “pa’ mañana”, me dijo. A casa no, ya son demasiado años ahí. ¿Adónde entonces? Me hubiese ido a contar cuentos. Un café quizá, si no necesitara de tu sonrisa para endulzarlo, si no sintiese vergüenza de mi compañía. A casa, Kavafis, Simon y Garfunkel, chocolate caliente para aflojar este nudo en la garganta, el presentimiento que no quiero confirmar... Mi madre mira “Mujeres Asesinas” en la t.v. mientras Carlos lee un libro de autoayuda en el pórtico, el sillón de ella ha surcado el piso en su mece que mece y el cigarro de él antes de morir le da vida a otro. Son las diez y algo. La pobre lucha con sus párpados porque el hábito llama y el muy hijo de puta se regodea en que la gravedad no derribe el cilindro de ceniza que va quedando. Ella lo necesita a su lado como espantasoledades y porque con doce años más lo ama doce mil veces más, él sigue armando castillos de humo y torturas. Quiero abrazarla y besarla en la frente como lo hacía conmigo pero no me sale. Un mapa, unas coordenadas, un gire a la izquierda. Guardaré los cuchillos por Carlos, si bien se merece uno con todo el amor del que es posible mi vieja atravesado en medio del corazón. Me voy a dormir. Basta de no haber encontrado a nadie en su lugar. Todavía es sábado.
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