La chimenea estaba encendida y alumbraba poco; mi tía, la más baja, estaba parada cerca. Entré con mi vieja a la sala; me habría sentado pero no había muebles. En el piso una mantita verde agua, todo lo demás era seco, oscuro y profundo. El nene debía ser mi primo, estaba acostado, desnudo y enfermo; por momentos me parecía de plástico, como una muñeca tirada sobre un color destendido.
Todos sonreían. La tragedia se podía sentir.
Mi tía me dijo que nadie podía tocarlo, entendí que las erupciones en su piel de juguete eran contagiosas, eso a él no le importaba, él no quería ser tocado porque todos le disgustaban; y los insultaba con llantos y los despreciaba con la espalda.
Me acerqué, lo cargué…nunca abandonó la risita rosada, estática y sintética.
Me enfermé.
Regresé a mi vieja escrutando mis brazos y sacudiendo las infecciones como si fuese lodo petrificado, cerca de mis codos tenía áreas putrefactas; mi vieja se asustó, yo le aseguré que todo estaba bien, tenía la certeza de que con un baño se quitaban. Me fui al baño mientras mi vieja, la otra, me despertaba.
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