Hacía un día soleado y la ciudad estaba limpia y clara después de la última semana de lluvias. Había subido a la azotea a regar los maceteros de geranios y alimentar a mis pichonas y me maravillaba con el espléndido cielo azul, cuando sucedió.

Percibí un reflejo muy potente que me deslumbró por completo. Miré hacía mi derecha y en cosa de segundos descubrí el firmamento poblado de una especie de esferitas algo más grandes que las bolas de Navidad que ponemos en los árboles durante esa época tan renombrada. Eran plateadas y relucientes y se movían a velocidades supersónicas y cuando digo esto ya saben a qué me refiero (eran tremendamente veloces).

Una de ellas se detuvo sobre la jaula de mis pichonas. De su interior salió un humo blanco y mi preciosa colección de pichonas quedó… ¡fulminada! Los muy hijos de pu… ¡Sabían donde dolía!

Entonces una voz misteriosa proveniente de la esfera me ordenó que alzara las manos o era terrestre muerto. Les creí. Después de presenciar la masacre de mis pichonas más me valía tomarme en serio a aquellos invasores centimetralmente perversos en su diminutez.

La nave llegó hasta la altura de mi hombro una portezuela se abrió y un hombrecillo verde provisto de un látigo salió se subió sobre mi oreja y empleando un tono severo, me dijo.

“En nombre de la confederación de estados demócratas de “Ordeniuniverso” queda usted conquistado y bajo mis órdenes.”

Asombrado, traté de volverme a mirarlo. Pero antes recibí un latigazo como un calambrazo en la nariz, que me la puso tan colorada como un tomate pasado.

Recibí nuevas órdenes.

“Baje a la calle.”

Descendí los escalones y cuando llegué abajo me encontré un panorama desolador. Cientos, miles, millones de hombres cada cual autodirigido y dominado por su hombrecillo, todos con la nariz roja e incluso algunos sangrando por la misma, se dirigían al vertedero, donde iban siendo arrojados y desmenuzados por una gran máquina de desguace.

Recibí nuevas órdenes.

“Arrójese al desguace y gracias por sus servicios.”

Temeroso del correctivo que, en caso de no obedecer, podría recaer sobre mi torturada nariz estaba dispuesto a hacerlo; cuando de pronto, surgida de la nada, apareció una gran cuadrilla de niños, cientos de niños, los cuales parecían… legión efervescente y además como ¿inmunizados contra las órdenes de los hombrecillos verdes? Sí, ¡así era!

Desobedeciendo los desgarradores aullidos de los hombrecillos que los conminaban a rendirse, los atrapaban, los metían en recipientes de cristal y comentaban orgullosos:

"¡Bien, Bien Juan!¡Bravo Manolo! ¡Uno más para el terrario de lagartos!"

Y desde luego ver… para creer. A los lagartos y lagartijas aquella especie de gnomos interplanetarios les encantaban. Casi se volvían peligrosos del placer que les daba comérselos…

Naturalmente los chicos me salvaron. Ahora estamos en guerra. Y curiosamente esta guerra de liberación de la humanidad no la llevamos adelante los mayores. No, nosotros estamos a las órdenes de los chicos, y en realidad escondidos y temerosos formamos la línea de abastecimiento, pues somos débiles ante el poder de los enanos verdes. Ellos, nuestros hijos, son quienes están librando a la humanidad de la primera gran invasión extraterrestre. Y… ¿Quién iba a pensarlo? Aunque una vez puestos a reflexionar y considerada nuestra larga inoperancia como seres humanos adultos a través de los siglos… ¿por qué no han de hacerlo mejor…?