Hace años no nos vemos… Escuché. Volteé y vi a un anciano, alto y elegante y de gran barba plateada que me abrazaba como a un familiar, mientras yo esperaba el metro para ir hacia el centro laboral. Afiné los ojos y la memoria. Le observé detenidamente, pero no pude recordarle. Pero, ese no era el problema para este sujeto. Conocía mi nombre y apellido, edad; el nombre y apellidos de mis padres, parientes, amigos de infancia, de todo. Con sutil gentileza, me invitó a tomar un café, le dije que estaba atrasado con la hora de entrada al trabajo, y que podría ser para otro día, que me dejara su teléfono y que le llamaría en otra ocasión. Aceptó, me dio una linda tarjeta dorada y pidió acercarme en su auto al trabajo. No lo vi mal y subimos a su coche. Continuó hablando de mi infancia, me recordaba mis gustos por escapar de casa, mi pasión por volar como las aves, mis amores platónicos, etc. Aun así, no pude recordarle. Miraba su tarjeta dorada y nada. Mientras más me hablaba, más parecía no haberle visto jamás. Llegamos a la fábrica, bajé y le di las muchas gracias. De nada, dijo él. Y entré a laborar desanudado de esa extraña confrontación.
Durante todo el tiempo que estuve trabajando en el taller, pensaba en este hombre, y las dudas me seducían como sirenas hacia las profundidades de la memoria, no podía “estar”, estaba ahogándome en conjeturas. Pasó el tiempo como una nube y el timbre de salida sonó, temía salir. Miré por una de las ventanillas de la fábrica hacia fuera, para ver si estaba el auto del anciano, no le vi. Nervioso, salí y fui a casa. Durante el trayecto, mirando a los pasajeros del metro, olvidé el asunto. Cuando llegué a casa saludé a mi mujer y esta me dijo que había un sobre con mi nombre en la mesita de entrada. Lo abrí y era del sujeto que decía conocerme y que no podía recordarle. La carta decía que mi esposa le había invitado a cenar, todos juntos.
No podía creer lo que vivía, cada paso que daba por la casa, temblaba, sudaba por aquello que no entendía, pero sí lo sentía como algo que no deseaba que ocurriera. Le pregunté a mi mujer por el fulano. Extrañada, respondió que no sabía de qué fulano le hablaba. Callé. Me sentí burlado. Hice un bolillo con la carta y la eché a la basura. Sonó la puerta. Es él, presentí. Pero no, no era él… Eran los amiguitos de mis hijos. Uno de ellos se acercó y me entregó un sobre, lo abrí. Era de él. El sobre estaba lleno de fotos mías y de mis padres y amigos, en diferentes épocas de mi vida. Lo extraño de todo es que en la foto, todas (excepto yo) estaban muertas. No podía llamarles y pedirles información. Llamé a mi esposa y le mostré las fotos. Me preguntó por el elegante anciano. No lo recuerdo, le dije. Bueno, mi amor, dijo, tengo que llevar a los chicos a casa de mi hermana. Ya regreso. Temí. Te acompaño, le dije. Ya, respondió.
Salimos de casa con mi esposa y mis dos hijos de nueve y cinco años. Yo manejaba. De pronto, un hielo empezó a penetrarme por la espina dorsal… ¿Qué me pasa?, presentí. Anonadado, continué manejando hasta que las luces del auto que se cruzaba en mi camino, me cegó. Chocamos. Toda mi familia murió, menos yo… Lo extraño de esta historia fue de que, me pareció ver al chofer del auto que colisionó con el mío. Era el anciano, creí.
Estuve en el hospital por meses. Extrañamente no tenía visitas, sólo una, la que mas temía: el elegante anciano. Observé que se le veía mas joven que la primera vez que nos cruzamos. Sí, eso me parecía. Cuando me dieron de alta, él mismo me sacó del hospital. Me llevó a casa y me cuidó como un padre.
Una tarde en que ya podía caminar, le pregunté el por qué hacía todo esto, cuál era el sentido de todo esto: la muerte de mi familia. Me miró con una delicada sonrisa. Era de noche, estábamos sentados en la terraza, mirábamos el cielo, las estrellas, la luna; escuchábamos el canto de los grillos cuando el anciano alzó la mano y señaló hacia el vasto cielo y dijo que él era Dios… ¿Dios, un hombre?, pregunté. Empezó a reír, y luego, me dijo que todo éramos dioses, y que nada era verdadero, que todo era un constante cambio, movimiento sin final, sin rozamiento, sin gravedad. Paró de reír. Se levantó y dijo que ya era hora de irnos. ¿Irnos? ¿Adónde?, pregunté. No respondió. Le vi salir de la terraza, escuché que bajaba las escaleras, y el sonido de la puerta cerrarse. Desde la terraza le vi alejarse por las calles desoladas cuando mi corazón dejó de latir… Sentí un inmenso dolor, y escuché desde el final de la bóveda azul: ¿Vamos ya?... De pronto, algo salió de mí y no supe más…
San isidro, agosto de 2006
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