PRESENCIA
La claridad intermitente de las sábanas iluminadas por los carteles
de neón, la música tuya surgida de ninguna parte, la otra almohada arrojada con vehemencia sobre algún sillón, y tu presencia, oliendo las paredes, los cuadros y las flores, buscando de esa manera no sé qué sensación elemental. Una atracción primitiva nos acercaba y volvías, te acostabas a mi lado y me confortabas con tu espalda desnuda. Tu pelo, encrespado y renegrido, me rozaba los brazos, las axilas y mis pechos descubiertos. La pequeña lámpara nos iluminaba demasiado y la apagué. Las sombras de tus movimientos se escondieron al recordarte, y ahora pienso que no debí hacerlo, que no debí repetir otra noche en esa noche. Pero cuando percibí que volvías, renuncié a los recuerdos y me abandoné al juego de ese contacto casi mágico. Era feliz al escuchar nuestra música, mientras me acariciabas en un momento sin principio ni fin. Un olor extraño emergía de tu piel, que me inundaba y cubría. A través de él te sentía cada vez más próximo, cada vez más real. Hasta que algo tuyo brotaba espontáneamente hacia mí, devolviéndome definitivamente tu presencia.
Cuando fuimos a la cocina, tomamos café, comimos manzanas y hablamos de los meses y los kilómetros que nos separaban. La comida me incitaba al amor, y tú lo sabías. Te abracé, buscando repetir el contacto reciente, pero entre mis brazos apareció Margaret, mi compañera de cuarto que llegaba de la Facultad, o de un cine. Ella me devolvió el abrazo sin comprender ni preguntar. Bebió el café que habías tomado, mordió la manzana que habías comido, me besó fugazmente y se fue a dormir.
Volví sin ganas a la cama. Resignada, me metí entre las sábanas, dispuesta a refugiarme en nuestros recuerdos, repitiendo la sombría ceremonia de todas las noches antes de adormilarme.
De pronto, un olor característico, inconfundible surgió de la almohada con una oleada de marcada fragancia, estremeciéndome de alegría. Cerré los ojos, y me dormí, acurrucada y segura.
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