El hombre respiró hondo, para luego decir: -Te dejo. La mujer se llevó las manos a los ojos para esconder la desesperación que instantáneamente buscaría, acuosa, el cauce de sus grandes ojos verdes. Y él, asiendo sus pocas pertenencias, miró por última vez a aquella mujer de la cual nunca conoció sus piernas, miró con tristeza ese mobiliario que nunca existió, esos cuadros imaginarios que colgaban de paredes imaginarias, buscó una manilla imaginaria para abrir mentalmente esa puerta que nunca estuvo y pensó con la ira apretando sus dientes, que la abría, imaginariamente, por supuesto, para luego cerrarla con un portazo estrepitoso que sólo resonó en su mente. La carpa de ese campamento gitano, estremecida por una tormenta imaginaria, se agitó más de la cuenta esa vez…