La pérdida del puesto de trabajo
Meneando las caderas como sola ella era capaz, apareció la secretaria de Don Carlos, una rubia de bote entrada en años y carnes que aún conservaba algunos vagos vestigios de una juventud superada en contra de su voluntad. Había quien sostenía que llevaba tantos años allí que el edificio lo habían construido a su alrededor, pero no pasaba de ser un rumor malintencionado. Los años no pasaban por ella, solo se quedaban a acompañarla, efecto que ella creía contrarrestar con su ya mítica faldita corta, tacones altos y un escotazo que dejaba la frutería al descubierto, aunque ya tuviera el género un poco pasado.
El acontecimiento no podía ser otra cosa que una mala señal, era rara verla en la cuarta planta paseando el palmito a ritmo de tacón afilado. Cuando se dejaba caer por allí era porque Don Carlos le había encargado alguna gestión de tipo “personal”, lo que invariablemente solía coincidir con alguna bronca a las que Don Carlos era aficionado.
Al detectar las señales, instintivamente todos bajamos la cabeza evitando el contacto visual con la portadora de “nadabueno”, como si así pudiéramos evitar lo que sabíamos fatídico para alguno de nosotros, pero ¿quién sería el elegido?. De reojillo seguí su movimiento ayudándome por el sonido de sus tacones que sonaban como si se tratase de un redoble que precede una ejecución. Ella sabía que en esa planta su poder era terrenal y su sonrisita de Mona Lisa de serie B delataba su sentimiento de superioridad. Mi corazón se contrajo abruptamente al percibir que los tacones no se detenían y avanzaban monótonamente resueltos en dirección a mi mesa. ¡Estaba perdido! Contuve la respiración y comencé instintivamente a sudar al mismo tiempo que acomodaba la mesa para pasar la preceptiva revista que era inminente...¿o no? Que mas daba. Los tacones perdieron ritmo al acercarse (casi al mismo tiempo que mi corazón) y se detuvieron frente a mi mesa de trabajo. Dejó de mascar su chicle y con voz de pito pronunció la acostumbrada frase fatídica, esa única frase con la que nunca se trabucaba:
- Fernández, Don Carlos quiere verle inmediatamente en su despacho. Es urgente y me dijo que le acompañe ahora mismo hasta allí. – su tono era neutro, como si se tratase de un pedido del Telepizza.
- ¿Qué, qué, ....qué es lo quiere Don Carlos? – balbucí nervioso intentando poner en marcha nuevamente mi maltrecho corazón.
- No lo sé, solo me dijo esto, parecía muy cabreado,.... ¿Vamos? – contestó preguntando al mismo tiempo que volvía a mascar el chicle como preludio a la puesta en marcha.
Me puse la chaqueta y como si se tratase del mismísimo corredor de la muerte, me situé detrás de mi guía con la cabeza gacha. No me hizo falta levantar la vista para saber que era objeto de las miradas de toda la planta. A medida que me alejaba de mi mesa comenzaba el murmullo de los compañeros. ¡Normal! - me dije – los pobrecillos tenían que liberar la tensión de alguna manera.
Tardamos unos minutos en llegar al despacho de Don Carlos, los cuales me parecieron eternos. A simple vista la situación aparentaba tranquila hasta que una vez dentro sonó uno de los cuatro teléfonos que Don Carlos tenía sobre su mesa. Don Carlos descolgó el teléfono, escuchó unos segundos con una cierta cara de palo y como un poseso se transfiguró convirtiéndose en una máquina perfecta de regañar, fueron veinte segundos de avalancha verbal tras los cuales “estampó” violentamente el auricular en su sitio dando, aparentemente, por terminada la conversación. - Parece una mala señal - me dije para el cuello de la camisa.
Me dolía la espalda de tanto comprimir las vértebras, y no me atrevía a estirarme por miedo a que a Don Carlos lo percibiera como un acto de soberbia. El tremendo silencio que se desencadenó tras la tormenta dialéctica me hacía doler los oídos mientras esperaba temblando que Don Carlos se arrancara contra mi. ¡Estaba perdido sin remedio!
Don Carlos levantó la vista y con una media sonrisa forzada y en tono condescendiente me dijo, alargando ligeramente la palabras: - Bueno, Fernández, con Ud. quería hablar.
Creí estar a punto del colapso nervioso. Si hubiera habido un medidor de stress con toda seguridad lo hubiera destrozado. Don Carlos tomo aire y comenzó su monólogo a modo de alegato sin posibilidad de apelación:
- Mire, Fernández, se lo voy a decir tranquila y calmadamente ya que lo importante es la salud. ¿no cree Ud.?
Estoy contrariado por los retrasos del expediente del señor García de la Mata, que, como bien sabe, es uno de nuestros mejores clientes y para su información, por si aún no se ha enterado, es quien le paga el sueldo. Por lo que si no hace su trabajo no hay sueldo, ¿me sigue?
¡Espero que si!, porque si esta tarde el cliente no recibe su documentación en regla y a su entera satisfacción, el cliente,.... no yo, le pondrá de patitas en la calle. ¿ha comprendido Fernández o le hago un croquis?
Quiero entender que ese gesto compungido significa que lo ha entendido. En cualquier caso dispone de seis horas para que me responda con hechos. ¡Hala! Ya está y espero que esto le sirva de estímulo.
Antes de girarme para salir escopetado, balbucí un gracias que solo oyeron las plantas que habían junto a la puerta del despacho, que, para mayor pesar, eran artificiales, aunque en el fondo pensé que encajaban muy bien con el personaje.
La cosa estaba complicada, por no calificarla de agónica, sólo me quedaban seis horas para resolver la situación, estábamos a ocho días para Navidad, y yo con una hipoteca a medio pagar, dos hijos pequeños clamando por crecer y una mujer en permanentes apuros domésticos para intentar hacer de la casa un hogar digno de llamarse así. Necesitaba pensar, tranquilizarme y recuperar el control.
Me dirigí al ascensor y, al entrar en la cabina y girarme, observé como la secretaria de Don Carlos se recreaba en la escena esperando nerviosa para entrar volada en el despacho de Don Carlos para comentar la jugada. Realmente los personajes casaban muy bien – ¡Pobres, son tal para cual! – me dije.
La visión se me nubló momentáneamente y en lugar de pulsar el botón del cuarto le di instintivamente a Planta Baja. Las puertas se abrieron al llegar e instintivamente salí disparado hacia la puerta de salida. El guardia al ver mi aplomo ni siquiera me preguntó adonde iba como solía ser su principal cometido, ya que la seguridad consistía en tener informado a Don Carlos de lo que hacían sus empleados – ¡Pobre tipo! – me dije, que papel mas rastrero le ha tocado desempeñar.
Giré a la derecha en dirección al bar de la esquina, al llegar allí había poca gente, me senté y pedí una copa de brandy Soberano. La primera apenas la sentí, la segunda me permitió recuperar la serenidad y la tercera perderla. A partir de allí las matemáticas dejaron de ser exactas, ya me sentía a punto, tranquilo y controlando la situación, la angustia había desaparecido. El efecto anestésico y desinhibidor del alcohol marcaba mis movimientos y pensamientos, lo mas cerca del Nirvana que un pobre empleado como yo podía soñar estar. Pagué la consumición asustado por la cuantía y con paso firme, dentro de lo que mis condiciones me permitían, me encaminé hacia la oficina.
Al llegar al lugar donde trabajaba me encontré un solar vacío. Miré hacia los lados y el nombre de la calle, la tienda de regalos de enfrente, el portal vecino con el número 43 estaban en su sitio. Atónito por el descubrimiento hecho y consciente de mi estado, me senté en el bordillo de la acera a esperar a que el edificio apareciera o en su defecto mi obnubilación desapareciera, algo no encajaba. Me coloqué a la sombra y con los brazos sobre mis rodillas apoyé la cabeza sobre ellos, intentando recuperar la realidad que los sentidos parecían negarme. Tras mas de media hora de ensoñaciones, vahídos y sentidos anestesiados, comencé a sentir dolor en los glúteos debido a la postura y decidí levantar la cabeza con la esperanza de ver el edificio nuevamente en su sitio “natural”. Para mi sorpresa, aún no había vuelto y el pánico se apoderó nuevamente de mi. ¿A quién recurrir? ¿Qué hacer?.... Volví a agachar la cabeza y me dije que le daría tiempo a que volviera, pero....¿Cuánto tiempo le podía llevar a un edificio colocarse en su sitio? -¡Pobre edificio! – me dije, nadie lo culparía si no volviera después de tanta ignominia presenciada. Comencé a sudar abundantemente, tanto por la situación como por el efecto del alcohol. Este último ya estaba desplegando sus típicos efectos secundarios: una tremenda sed que clamaba por ser atendida.
Cada diez minutos alzaba mi cabeza y nada. Pasada una hora y media, me rendí ante la evidencia y se me ocurrió desandar mis pasos hasta el bar a modo de viaje en el tiempo. Me encaminé nuevamente al bar de la esquina y volví a trasegarme un número indeterminado de copas de brandy, la misma marca, pero algo no había salido bien ya que el precio final fue igual de impresionante pero diferente, lo que me llevó a pensar que la estrategia no funcionaría. Volví sobre mis pasos hacia la oficina y el edificio aún no había vuelto, lo que me confirmó que sucedía algo raro y sin duda alguna debían de intervenir las autoridades, mi puesto de trabajo estaba en juego.
Me encaminé hacía la comisaría mas próxima a presentar la denuncia. Por suerte se encontraba a unas cinco calles de allí. Se podría decir que me desplazaba con grandes dificultades motrices las cuales, a medida que me daba el aire, se iban difuminando y ganaba en velocidad de crucero y en estabilidad. No obstante la travesía duró lo suyo, aunque no sabría decir cuanto, me pareció una eternidad y la sed volvía a atacarme de forma aun mas despiadada. Al vislumbrar el cartel de la comisaría, mis ojos también captaron el de un bar y no fue poca la lucha que se desató en mi interior para asignar las prioridades apropiadas a mis necesidades mas urgentes.
Para mi fortuna la comisaría estaba antes que el bar, lo que me ayudó a decidir. Al llegar a la comisaría y al encarar la entrada, el policía de la puerta me preguntó adonde iba y al escuchar mi respuesta me miró de forma extraña, indicándome que al entrar me dirigiera a la derecha hacia el mostrador de atención al público. Así lo hice e inmediatamente me topé con una oficina muy amplia y observé a dos agentes, uno que estaba trajinando con varios expedientes y a otro atendiendo a un ciudadano que parecía estar presentando una denuncia por la pérdida de su DNI. Los tres me miraron sincronizadamente, lo que me llevó a entender que debía esperar mi turno y buscar un sitio donde sentarme. Como si me leyeran el pensamiento, los tres dirigieron sus miradas a una banca pegada contra una de las paredes. Me senté y esperé pacientemente a que atendieran al ciudadano, lo que me ayudó a recuperar un poco la serenidad y a poder practicar el enfoque que debía darle al discurso. Tras varios intentos no me acababa de convencer: ¡sonaba raro que caray!.
Llegado mi turno me senté en la silla junto al policía que tomaba las denuncias, le entregué mi DNI y le hice un breve y esquemático resumen de la situación, tal como lo había practicado durante la espera. La primera reacción del policía fue mirar a su compañero con cara de perplejidad. Al escuchar mi historia su compañero había interrumpido el trajín con los expedientes y se acercó a la mesa donde me encontraba. Casi al unísono me preguntaron si había bebido, ya que mi aliento y aspecto parece ser que así lo dejaban entrever. Contesté que si, solo unas copitas, pero que no tenían nada que ver con que el edificio no estuviera en su sitio, de hecho había estado horas esperándolo y no se había presentado. Al oír esto último, el policía escribiente arrugó el formulario que intentaba rellenar y con gesto duro y muy serio me sugirió que por favor me fuera a casa a dormirla. Añadió que si no me encontraba en condiciones de volver a casa por mi mismo me podía ofrecer una habitación de la comisaría para echarme unas horas hasta que recuperase el control y la orientación. El tono, los modos, los gestos, las actitudes de ambos policías me resultaron insultantes, ¿Cómo podía ser que dos servidores públicos ante semejante tragedia me tratasen de esta manera?. Bueno, había bebido, si, pero eso no quitaba que había perdido mi puesto de trabajo.
Uno de los policías tras escuchar mis diatribas reivindicatorias, me pidió disculpas y me dijo que inmediatamente enviarían un coche patrulla para verificar los hechos ya que con tantas obras en la ciudad no descartaba que algún socavón del metro se hubiera tragado el edificio. - Ya era hora que me tomaran en serio - me dije y les hice saber que estaba de acuerdo. De igual forma el amable policía me invitó a que esperase mas cómodamente en una dependencia contigua, donde había un sofá, una neverita y hasta un aparato de TV. Accedí de buen grado y me instalé allí, primero sentado, luego recostado y cuando me hice con el entorno me acosté a todo lo largo que era. El sueño me podía, por lo que me convencí que no pasaba nada si echaba una cabezadita mientras iban a comprobar si el edificio volvía a estar en su sitio, sin duda me avisarían.
Tuve unos sueños muy extraños, oía sonidos de oficina, murmullos, palabras sueltas provenientes de conversaciones, traqueteos de ascensor, y todo tipo de ruidos enormemente familiares. De pronto en mi sueño se abrió paso un silencio largo y profundo, y se hizo presente el taconeo de la secretaria de Don Carlos, que iba “in crescendo” hasta que fue perdiendo ritmo y se detuvo, tras esto un portentoso estruendo me despertó, frente a mi estaba la rubia cañón que había dado un golpe sobre mi mesa de trabajo y con voz de pito me dijo:
- Fernández, Don Carlos quiere verle inmediatamente en su despacho. Es urgente y me dijo que le acompañe ahora mismo hasta allí.
Tras oírla, no me atreví a preguntar lo que Don Carlos quería. Me puse la chaqueta, me encaminé hacia el ascensor sin esperar a la sicaria de bote que no daba crédito a mi actitud, pulsé el botón de planta baja y en unos segundos estaba en el bar con un billete de dos mil pesetas sobre el mostrador, diciéndole al camarero:
- Oye, me vas a poner brandy hasta que desaparezca el edificio aquel, y no te pases de listo que con dos mil pelas sé muy bien que voy sobrado. ¡Listo, que a mi no me timas!
Madrid, Octubre de 1997
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