EL COLUMPIO
Cómo pasa el tiempo, pensó el viejo, al sentarse con indudable dificultad sobre el sillón de mimbre y recordar cuando su madre lo había ayudado a subirse al columpio por primera vez. Era de esos convencionales, generalmente desgastados y que chillan por la falta de aceite cuando te balanceas en él. Cada mañana salía al patio con mi mamá para guardar en las canastas de mimbre la ropa tendida en los cordeles, pero, en realidad, mi único propósito era contemplar ese juego, solitario e intrigante en medio del patio, rodeado de hojas muertas de otoño y que sin duda aguardaba mi visita.
Con cuidado, había dicho mi madre, sin sospechar siquiera que darme una mano para trepar al columpio sería el momento más inolvidable de toda mi vida. Como si desde aquel entonces hubiese existido un sitio eriazo en mi memoria dispuesto a conservar para siempre la fotografía indestructible de aquel instante. Deja que te balancee un poco, me decía, esbozando alentadoras sonrisas, enfrentando incondicionalmente la baja temperatura con un agónico chaleco. Te moveré despacio, ¿bueno?. Y comenzaba a mecerme con ternura, relajándome, mientras yo, nervioso, reía al ver cómo la tierra seca bajo mis pies avanzaba y retrocedía. Siempre debes jugar con precaución, me advertía, que si te balanceas muy rápido te caerás. Sí, mamá. Pero, a esa edad, uno sólo se sube al juego y ya. A los cuatro años no se reflexiona. A los cuatro años aún no se entiende nada.
De pronto, recuerdo que me explicó que tenía algunas labores pendientes en la casa, y me dejó jugando solo. Con cuidado, hijo, recuerda lo que te dije, vuelvo luego. Me quedé allí, meciéndome hacia adelante y hacia atrás. A medida que mi madre se alejaba el columpio perdía velocidad, hasta que se detuvo por completo en el preciso instante en que ella desaparecía tras una puerta, como si su ausencia implicara necesariamente el desvanecimiento del columpio, el retorno del silencio, del campo de hojas secas que se quejan cuando las pisas, del cielo enfermo de nubes. Solo y con frío, sujetaba con firmeza las gélidas cadenas metálicas que sostenían el asiento al fierro superior, queriendo balancearme sin saber cómo, mientras sentía que centenares de ojos invisibles me vigilaban dispersos por el patio desierto de mi hogar.
Repentinamente, muchas preguntas empezaron a instalarse en mi cabeza: ¿y ahora qué?. ¿Cómo sigo moviéndome?. ¿O se acabó?. ¿Sólo puedo jugar si mi madre me ayuda?. ¿Y cuándo ella no está?. ¿Cómo lo haré sin ella?. Observaba en todas direcciones buscando alguna respuesta, como si en el patio de mi casa hubiese algún manual, algún libro que detallara las instrucciones para usar el columpio, algo que de súbito desordenaba sus blancos cabellos, al parecer, una brisa que se colaba por una ventana abierta. Su respiración se había acelerado los últimos minutos y le dolía un poco el pecho. Mantenía ambas manos apoyadas sobre sus deterioradas piernas y su espalda descansaba plácidamente en el respaldo del sillón de mimbre. Era un hecho: sus ochenta años le pesaban.
Tras respirar hondo, acarició los fríos y gruesos brazos del sillón con sus amarillentas y moribundas manos, las mismas que antaño agitaban las heladas cadenas del columpio. Trataba de darle impulso con sus piernas, moviéndolas reiteradamente y con entusiasmo como si pateara balones de fútbol una y otra vez. Con alegría, notó que el asiento tomaba velocidad. Su mamá no estaba y él conseguía jugar solo. Qué tonto haber pensado que no se podría divertir sin ella.
Maldita manía la de ir siempre más rápido, pensó el viejo, contemplando su estante lleno de libros, a su derecha. Su vida en un montón de hojas, un revoltijo maloliente de sus años de jardín, colegio, universidad, matrimonio, trabajo, jubilación y vejez, como sucesivas estaciones de una maratón en la que sólo triunfa el más veloz. Debes disfrutar tu infancia, de acuerdo, pero no tardes en crecer, casarte y ser adulto, nada mejor que la independencia, aconsejaba con aire autoritario don Luis, su padre. Pero no tanto tiempo, que lo mejor es ser abuelo, jubilado y tener todo el tiempo disponible para envolver de caricias y dulces a tus nietos. Así que no puedes pestañear ni menos dormirte, ¿comprendes?. No demores en pasar a la siguiente valla.
Cuánto disfrutaba balancearme en ese columpio, que cada vez se movía más veloz. Y mi madre cocinando dentro de la casa y, al mismo tiempo, inserta en mi cabeza, como un indescifrable truco de magia, advirtiéndome, que más despacio, que te puedes caer, que caerse duele, que por qué tanto apuro. Y la silla que subía y bajaba, subía y...
¿Para qué?. ¿Qué aguarda tras la última valla?. Nuevamente la partida, un viejo que de pequeño le costaba subir al columpio y que ahora, con tanta o más dificultad, cuando lo ha hecho todo y la vida comienza a apagarse como una llama consumiendo lo que resta de vela, apenas consigue sentarse en un sillón de mimbre. Como si la carrera marchara sobre una pista circular que acaba donde justamente comienza. Tanto estudio, tanto esfuerzo, tanto de todo para que, en la página final, sentarse sea una hazaña, un reto no muy diferente a subir sin ayuda a un columpio ocho décadas atrás.
Y el asiento se mecía cada vez más rápido. Comenzaba a sentir temor de lastimarme, pero ya era tarde porque la tierra me resultaba lejana y no sabía disminuir la velocidad. Quería llamar a mi madre, pero mi voz no salía, como si en mi garganta hubiese habido un hoyo que se tragara mis gritos, sin que consiguieran lanzarse por mi boca. Un mareo nublaba mi vista y revolvía mi estómago. Parecía que en cualquier momento el columpio daría una vuelta en círculo en el aire y mis pequeños pies tocarían el cielo.
A lo lejos, un timbre. El viejo voltea abruptamente y contempla la entrada de su casa. De nuevo el timbre. La punzada en el pecho se ha acrecentado y le cuesta respirar. Con incalculable dificultad, se pone de pie y camina hacia la puerta. La abre y, sin lograr evitarlo, sus delgados dedos se sueltan de las cadenas del columpio, su frágil cuerpo se desprende del asiento y vuela por el aire, cayendo de bruces al suelo estéril y golpeándose mortalmente la cabeza. El viejo sabe que es su hora, porque siente que cientos de alfileres le clavan el pecho por dentro. El dolor es insoportable y distinto a los demás. Su madre resurge de la puerta trasera de la casa, cargando un delicioso plato de galletas. Ella alza la mirada, el rostro que derrumba una dulce sonrisa. Grita y levanta los brazos, galletas que se esparcen entre hojas inertes de otoño. El columpio que aún se balancea con velocidad y torpeza para todos lados, solitario, tétrico, desafiante, mientras sus fierros gimen por la falta de aceite. Un viejo desparramado sobre la alfombra, un sillón de mimbre huérfano en la sala.
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