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SERVICIO A LA COMUNIDAD


Después de todo no sólo el dinosaurio es obra de Adrián, no sólo el roquerío de esos enormes huesos, no sólo esta historia que un día se vendrá abajo como la otra historia, la del amor previo a las entregas de los huesos. Yo soy su más perfecta obra. No se crea, sin embargo, que hubiera transado, que hubiera cambiado besos por mercancías, cópulas por una inesperada prosperidad social. Nada de eso. Para ser una cualquiera hace falta ser menos tonta de lo que soy. Me siento confundida, no sé quién es más falso, si yo o el hogar inventado del dinosaurio.
En todo caso, ya todo está hecho, en la plaza escucho el estruendo de las bandas militares, esperan a quien ya suplanta a la verdadera Hilda Campos, a la que desde ayer espera el velocirraptor que le prometió Adrián para aumentar la belleza de la mentira. Dijo que en cualquier domingo iba a volver y yo no tengo excusas para no ofrecerle las insoportables tardes del domingo a sus ardores y a sus lejanos descubrimientos.
Mi nombre es Hilda Campos, la verdadera, y trabajo en un museo. No es que me enloquezca de orgullo, pero me gusta trabajar en un museo. Más de uno puede opinar que soy un poquito vaga, o que me gusta tener el sentido común de alguien que me ordene. No los culpo. El trabajo verdadero no es para mí, como tampoco lo fue para mi abuelo, que se jubiló haciendo el mismo laburo. Tenemos lo que se llama “vocación de servicio”, si es que alguien sabe lo que significa eso. Me paso las horas mirando trastos viejos y ordenando lo que nadie desordena. Es como sacarle óxido a los recuerdos. O extraerle ruidos vulgares a un silencio viejo. O algo así.
Aunque estoy rodeada de cosas viejas, me gusta vestir a la moda. Sin mentirle, les digo que no soy fea. Candidatos no me faltan. Hasta antes de conocer a Adrián, yo creía que todos los hombres eran unos pelmas terribles. Más aburridos que yo, lo que ya es mucho decir. Adrián era diferente.
Quiero creer que estoy alegre. Es el aniversario de la ciudad. Inauguraremos la réplica del saurópodo que nació de una pasión, que es hijo de nuestros cuerpos, porque yo lo fui pariendo de a poquito y no el bolso clandestino de Adrián. Ya verán por qué. Ahora estoy orgullosa porque les mostraré a los turistas lo que buscan: un dinosaurio entero. Ya no pasarán de largo, desencantadas de ver lo que nuestro pobre museo les ofrecía: lajas auténticas con marcas de insectos, huellas de dinosaurios, piñas de araucaria de hace cincuenta millones de años, huevos de dinos de la Sierra de Auca Mahuida, conchas marinas fosilizadas, puntas de flechas de escuálidos tehuelches, cántaros araucanos, restos de crustáceos de agua dulce, ruinas de toldos indígenas, máquinas y utensilios de los colonos italianos que fundaron el pueblo. Muchas cosas. Chispas de un fuego hecho de diversos leños, como me dijo despectivamente Adrián la tarde del viernes de su presentación. Los turistas los miraban y decían “muy interesante”, o “realmente pintoresco”, o estupideces así. Sintiéndome en deuda, atendía minuciosamente sus palabras y gestos. Sabía que pedían algo más. Lo que tenía Villa El Chocón: un dinosaurio entero.
Ahora todo va a ser diferente. A los turistas les diré que la principal atracción del museo es el iguanosaurio camposi, especie singular hallada en los alrededores de Villa Regina. Sí, de mi ciudad. Es lindo el nombre. Tiene algo de misterioso. Un dino con mi apellido y la i que le suman al final, yo no sé para qué, pero que le saca la vulgaridad a los nombres humanos. Adrián me propuso el nombre.
_ Vos serás la dueña del descubrimiento – me dijo en el crepúsculo de un domingo cuando bajábamos las bardas.
Por entonces yo no sabía lo que significaba apoderarse de un descubrimiento. Le dije que estaba bien sin saber lo que decía. Siguiendo la comparación del fuego, el dino es una verdadera fogata, una luminosidad de enormes llamas, me dijo Adrián para darme ánimo. Llama la atención por sí mismo. Vos serás la dueña de esa fogata.
Después supe que las cosas sucedieron muy rápido. Adrián llegó por primera vez al museo municipal un día viernes por la tarde. Cargaba un misterioso bolsito de lona en la espalda. Usaba anteojos y era muy delgado. También me dijo que era paleontólogo de una universidad del norte. De entrada supe que me estaba verseando, que por lo visto me había encontrado cara de polla domada, porque dijo que en la meseta había huesos de dinosaurios, y eso no sería nunca posible porque, según me explicó mi abuelo, la primera capa de la superficie tiene una duración de cinco millones de años y la que sigue tiene veinticinco millones, y bien sabemos que los dinos existieron en el jurásico, y que los de la Patagonia son más nuevos aún, del cretácico, y que para hallar huesos tiene que haber capas geológicas de la misma edad, de manera que lo dejé estirar el embuste hasta que ya no me divirtiera.
_ Los de la meseta vivieron hace cien millones de años, durante el cretácico superior.
No me atreví a decirle la edad de las capas geológicas que afloran en la meseta de los alrededores. Preferí seguir la broma:
_ ¿Esos de cuello largo de Jurassic Park? A mí me gustan los pequeños. ¿Cómo se llaman esos bichos que corren como avestruces?
_ Velocirraptors - dijo Adrián.
_ Eso está bien. Los turistas se creerán que están en un valle de dinosaurios y no en un pobre valle de árboles frutales, como éste. ¿Somos los únicos que tenemos estos huesos?
_ Por ahora sí. Pero según mis cálculos, luego van a ser descubiertos en India y en Madagascar.
_ No me parece mal. Con tal de que no lo tengan en Villa El Chocón, todo está bien. ¿Pero cómo sabés estas cosas?
_ Soy investigador. Colaboro con el Museo Argentino de Historia Natural. Mantengo correspondencia con Paul Sereno, paleontólogo de la Universidad de Chicago. Él está haciendo investigaciones en la India.
Le ofrecí sentarse y aceptó. Ahí me di cuenta de que uno siempre escucha por costumbre, sin importar lo que le dicen. Hay mentiras tan suaves que parecen más ciertas que las verdades mismas. Yo sabía que me mentía, pero más que por sus palabras me dejé llevar por su mirada. Me aseguró que sabía dónde encontrar fósiles, arriba en la meseta. Me invitó y yo no supe o no quise negarme, así que dos días después, el domingo, nos encontramos al pie de la barda. Yo estaba desacostumbrada a caminar hacia la altura, y ya pronto me cansé, y sentí la furia del sol sobre mi piel, pero me mantuve a su lado pisando la arena salitrosa, esquivando mal las espinas de los alpatacos, respirando con dificultad, tomada de su mano, fingiendo que no podría soportar el asombro de ver lo que podríamos ver, esos huesos resecos, petrificados, de unos bichos sin alma ni calma, que de seguro si no se hubiesen extinguido, no estaríamos aquí los hombres y las mujeres contando este cuento de la existencia que no entiende nadie, ni siquiera yo en mis momentos más felices.
Él era partidario de la extinción selectiva, me dijo en la mitad de la pendiente, o sea que no creía en el cuento del asteroide que hizo pomada a todos los bichos, y fue lo poco que pude entenderle porque el cansancio ya se estaba tragando mis pensamientos, cerca de la capillita, golpeados ya por el viento del oeste, acezantes, siempre acezantes, caminando por detrás del aeroclub y alejándonos hasta unas cuevas, me dijo él, cargando una mochila de lona atravesada de cierres, ahora con el pelo rubio revuelto, con una carita de ángel que me hacía olvidar los tropezones en el áspero basalto y las llagas en las plantas de los pies, caminando sin soltarme las manos hasta la cueva, sirviéndome unos mates amargos que entraban en mi garganta con una suavidad de mil dulzuras, y ya acercándose para tocarme algo más que las manos, para sacarme una a una las prendas, para hacerme el amor sobre la dureza del basalto y dejarme extenuada de un cansancio más áspero que el viento del oeste, sin importar ya que él abriera el cierre de su mochila y sacara un fragmento de fósil, ya tomando el camino de regreso, para darse vuelta y decirme con suficiencia tomá, nena, es de un dino verdadero, para que tu abuelo se muerda la lengua y no se ponga cabrón, y yo tomé el hueso bajo el brazo (después supe que era la falange de un herbívoro), y a medida que pasó el tiempo, seguí tomando los huesos que me fue dando el primer domingo de cada mes, cuando llegaba de no sé dónde y quién sabe con qué propósito, y subíamos las bardas para buscar lo que no había, pero que guardaba en su bolsito de lona, abierto después de hacer el amor, como si fuera la bolsa de compras diarias habitada de un duro pan inmemorial.
A veces, con un tercio del dino completado, lo imaginaba entero en mi memoria y me exasperaba la lentitud de las entregas. Le pedía más huesos a mi furioso amante. O que aumentara la frecuencia de las entregas. Él se negaba. Otras veces, Adrián, más distante, sacaba varios huesos y me los daba sin decir palabra.
Yo le preguntaba:
_ Te estás cansando de mí, ¿no?
_ Si no lo hago así, no vamos a terminar nunca.
Mientras completábamos el rompecabezas del dino, nuestra pasión tuvo altos y bajos. Hubo un momento en que de la impaciencia pasé a la paciencia más exasperante. No deseaba que las entregas terminaran. Me alarmé: creí que me estaba enamorando. Pero después pensé en el dino completo y me dio por encontrar razonable las prisas del enardecido paleontólogo.
Finalmente los huesos más grandes, como el cráneo y los fémures, los trajo en una camioneta. Los descargaba después de subir a las sierras a hacer la pantomima del descubrimiento y de abrazarnos desnudos en la dureza del basalto.
Ayer fue el último hueso. Ante la forma del dinosaurio completo, brindamos tristes y alegres a la vez con champagne por la tarea compartida. Levantando la copa, dijo Adrián:
_ Por la gran Hilda Campos.
_ Por nuestros encuentros – dije yo.
Estuvimos un tiempo en silencio, tristes por la despedida.
_ Tendrás que saber algunas cosas – me dijo -. Manejarás la información del dinosaurio.
_ Te escucho – le dije, sentada detrás de mi escritorio con la hoja en blanco en la que pensaba anotar algunos datos.
_ Es un dinosaurio saurópodo, herbívoro, de tamaño medio. Pesó alrededor de diez mil kilos y diecisiete metros de largo. Era el alimento del gigantosaurio carolinii.
_ ¿Sí? ¿El manjar del bicho que tienen en Villa El Chocón? Qué lástima. A mí no me gusta ser menos que ellos. ¿También decís que comía yuyos?
Adrián asintió con la cabeza.
_ Andaba en cuatro patas. Tenían cuello y cola muy largos. Era más grande que el gigantosaurio de El Chocón.
_ Eso me gusta – dijo efusivamente Hilda Campos, con un destello en los ojos -. El nuestro es más grande. Aunque coma yuyos y sea poco épico, es más grande. Eso está muy bien. Les va a gustar a los turistas.
Llegó la hora de la despedida. Ante mis ojos húmedos la hoja permanecía en blanco. Adrián subió a la camioneta. Tenía el pelo revuelto como el primer viernes.
_ Volveré con el velocirraptor – dijo sonriente, mientras la camioneta empezaba a moverse -. En algún domingo de cualquier mes.
La infelicidad no es sólo ausencia de algo. La infelicidad consiste en darse cuenta de lo poco que se hubiera necesitado para ser feliz en otro tiempo. Mi vida debía seguir, ¿hacia dónde? Deseaba que la figura de Adrián creciera y resultara inalcanzable. De esa manera mi corazón podría descansar en paz. Me quedé mirando la camioneta hasta que dobló en la rotonda de la esquina, subió a la ruta y se dirigió hacia el norte.

En la plaza ya empiezan a sonar las bandas del desfile. Es gracioso esto del iguanosaurio camposi, pero ya no tanto. Ya soy Hilda Campos, la ilustre, la otra. Tengo que hacerme cargo de mi descubrimiento. Hoy, siete de noviembre, día de Villa Regina, vendrán las autoridades a inaugurarlo. Será la máxima atracción de la ciudad para los turistas.

Texto agregado el 25-08-2006, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
25-08-2006 muy buen cuento, me ha gustado mucho, se nota que tienes ya tiempo escribiendo jeje mis *s Mewpher
 
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