Supe que algo había pasado, porque desde antes de atravesar esa puerta, ya sentía el silencio que, de tanto ser estirado en toda su cauchosa longitud, se salía por las rendijas, por la puerta, por el vidrio resquebrajado (tengo que cambiar ese vidrio, durante la noche se cuela el frío y durante el día este silencio espeso y aterrador). Las bisagras se oyen más fuerte, porque me han sentido llegar y los que hablaban fingen ocuparse de sus asuntos. Pero no soy estúpido: Sé que algo ha pasado, y lo sé porque este no es mi silencio, es uno inventado, demasiado tangible, artificial. Se estira… se estira… (Hasta cuando van a tensar este maldito silencio) Una espalda sobresale del sillón, pero finjo no haber visto nada: No voy a saludar y decir como me fue y que son estas horas de llegar. En la habitación… nadie, por suerte. ¡Ah! Alguien… no me sirvió andar de puntillas, me interceptan, me encaran y me trago el saludo (demasiado cordial para ser real) como un purgante a cucharadas. Siguen tensando el silencio, ha llenado ya toda la casa y empieza a desbordarse: No puedo respirarlo, demasiado denso. ¿Pasó algo? Pregunta estúpida. Una mirada al cuarto de al lado: La cama vacía, apenas un colchón desnudo y unas cuantas cobijas dobladas metódicamente apiladas. “Se ve horrible” pensé. Deberían tenderla, y poner un par de cojines encima. Azules estaría bien. (El silencio se mete ahora en mis oídos, es un pito agudo y fastidioso).
La caja de puntillas se me zafa de las manos (milagro del cielo) y se desparraman por el piso de madera, entre la tabla suelta, bajo los muebles. Me agacho a recogerlas y entonces todo parece estar bien. Una por una, ceremonialmente, van volviendo a la caja (pero no de cualquier manera, limpiamente acomodadas, como debe ser) allí hay otra, y otra. Junto a la bicicleta de… Bueno, una bajo la bicicleta. Me concentro en el vidrio roto que tengo que cambiar, para que nunca más vuelva a colarse, por lo menos ese maldito silencio que ahora me mira desde arriba, y lo siento en la nuca como un cosquilleo. Ya está, casi son todas las puntillas. Una junto al zapato izquierdo (pero los cordones están sueltos, y me urge atarlos) formo las gigantes orejas de conejo y tiro de ellas. Pero no. Se volverán a soltar, y es demasiado infantil para mi gusto. Lo suelto tirando de un cordón y ahora hago un hermoso nudo ciego. Así está mejor. Quedan dos puntillas. (Debería haber comprado una caja más grande) Una mirada de reojo, de nuevo a la habitación donde está esa cama impúdicamente desnuda, sosa, inmóvil… Sin él. Se entonces que quiero para navidad, y lo deseo más que nada en el mundo. Cambiaría cualquier cosa, cualquiera, por una gigantesca caja de puntillas esparcidas por el suelo de esta desértica habitación. Podría recogerlas una a una por siempre, agachado con las rodillas rozando el suelo, y no tener nunca que levantarme: Alzarme irremediablemente sobre mis dos pies y mirar de frente en la habitación ese mueble de una vaciedad estúpida.
Una mirada larga sobre el suelo. No hay más puntillas. Sin poder evitarlo más miro hacia arriba y ahí está esa sonrisa trabajada. Ella se clava en mí y me dice algo torpe, ensayado.
La caja de puntillas, se desploma de mis manos y cae al suelo con el estrépito bendito de vidrios rotos. Con el ambiente enrarecido de una profecía bíblica, ese silencio termina de estirarse y se revienta.
Recojo las puntillas. Una a una
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