La entrada de la cueva parecía un dentado y furioso hocico a punto de asestar una mordida fatal; sin embargo, a Kallpachasqa no lo perturbó en lo más mínimo. A un guerrero valiente y fuerte como él, esas minucias que asustan a la gente común y corriente, no le provocaban ni un insignificante temblorcillo. Penetró en la cueva decidido a enfrentar al peor de los enemigos, al menos eso fue lo que le dijeron cuando le encomendaron la misión de deshacerse de esa lacra. Con cada paso que daba hacia el interior de la cueva la luz del sol iba desapareciendo, pronto su visión fue completamente inútil. Sabía que tenía que actuar rápido, estiró las manos; en una de ellas llevaba su mortal macana de piedra y la otra le serviría para ubicar al bribón. De repente rozó algo que era inconfundiblemente un ser humano, con un ágil movimiento golpeó con su arma al que supuso era su enemigo, lo agarró y lo arrastró hacia afuera donde la falta de luz no le sería una desventaja.
Grande fue su sorpresa al observar ese cuerpo viejo y magullado; no era más que una ruma de pelos blancos y carne chamuscada por los rayos solares.
Ja, ja, ja estalló en ese estruendo que tenía por risa, lanzando el cuerpo que tenía en la mano a algunos metros.
Tú, tú eres acaso Umuq, el que amenaza el imperio, si no eres más que un desperdició- dijo Kallpachasqa con el tono arrogante que siempre usaba.
Y el viejo ahí tendido con la enorme herida en la cabeza.
Ahora mismo acabaré contigo basura, porquería- prosiguió con sus insultos el guerrero; mientras se acercaba al anciano.
Umuq, empezó a musitar desde el suelo “Kiri Nana”, “Kiri Nana”, “Kiri Nana”, una y otra vez, en una sinfonía horriblemente monorrítmica. En ese instante, los oídos de Kallpachasqa recibieron esas palabras como filudos alfileres en los tímpanos; mientras sus piernas empezaron a flaquear como nunca lo habían hecho ante los embates de los más enérgicos enemigos. Sin embargo, el guerrero hizo un esfuerzo descomunal para continuar y trató de acercarse y golpear al anciano, alzó en el aire su macana, esa artesanal arma con la cual descalabró a cientos de furibundos rivales. Umuq ya sentado con las piernas dobladas una encima de la otra, se limitó a abrir los ojos, esos malditos ojos cubiertos por el líquido rojo que emanaba de su cabeza, ojos diabólicos, ojos de serpiente, “Kiri Nana”, “Kiri Nana”, “Kiri Nana” repetía, como un embrujo, como una maldición, y su canto maligno dañaba a Kallpachasqa terriblemente haciéndole caer nuevamente al suelo, soltando el arma. Ya no escuchaba nada solamente un zumbido crispante y sobrecogedor, que lo rasgaba por dentro como mil agujas envenenadas, y la imaginaria ponzoña fría y doliente, le recorría todos los órganos, retorciéndolos, hinchándolos, hasta la explosión.
Umuq parado delante de su víctima, que yacía completamente derrotado, cogió un puñado de hojas de coca de su morral introduciéndoselas a la boca para masticarlas, tras largos minutos la masa formada por la saliva y las hojas le salían como barro por la comisura de los labios; luego, con un sutil movimiento dejó caer sobre los ojos de Kallpachasqa esa especie de vómito.
Ese opaco verde fue lo último que vio el legendario guerrero. Nada, ningún sonido, ninguna sensación, nada que no fuera esa grumosa pasta sobre sus ojos; como tierra sobre la tumba de un enterrado vivo. Eso fue lo que vio, sintió y olió hasta expirar.
El débil y encorvado anciano se retiró rumbo a su guarida musitando su endiablada tonadita “Kiri Nana”, “Kiri Nana”, “Kiri Nana”, abandonando el lugar donde sucumbió Kallpachasqa el grande y fuerte.
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