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Inicio / Cuenteros Locales / Rubeno / La muerte más bella del mundo

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Todo había pasado como en un sueño y el vacío que tenía en el alma se había producido sin que apenas pudiera darse cuenta.
Empezó cuando Isabel, que se hacía cargo de la cocina, había invitado a los dragueros a la fiesta de Lucía, una prima que había terminado su bachillerato. Era una fiesta familiar, pero Isabel invitó a los dragueros tal vez porque estaba escrito en ese momento que el destino de Felix era morir de amor. Todas las primas acompañaron a Lucía y entre ellas estaba Fermina que se destacaba porque se podía sentir su alegría mientras bailaba entregada a la música.
La fiesta con los dragueros se desarrolló sin contratiempos. Su pudo decir que había sido buena y que los muchachos se comportaron como se esperaba de ellos. Así que los volvieron a invitar para el baile de Navidad. Esta vez ellos colaboraron y se hicieron cargo de todo, agradecidos de ser incluidos dentro del amplio grupo familiar.
Durante la fiesta de Navidad todos estuvieron contentos. Un grupo de primas y tías, sin embargo, no tenía pareja y furtivamente pasaban la botella de ron entre ellas. Por momentos bailaban unas con otras. Entonces Felix pensó que sería galante sacar a bailar a las señoras y a las muchachas. Y así lo hizo. La alegría de la fiesta se extendió a ese rincón y otros dragueros llegaron a reforzar al compañero.
Avanzaba la noche y Felix saco a bailar a una muchacha de aspecto desvalido. Tenía una faldita oscura y se veía mucho más joven de lo que era. Luchaba por hacer dormir a una niña de dos años y aunque bailaron sin descanso, Felix no reconoció en la muchacha a la alegre bailarina de la primera fiesta.
De regreso a la draga, se preguntaba quien había sido esa especie de cenicienta con quien había disfrutado tanto. Pero por más que trataba de hacerse una imagen de ella, sus rostro se resistía a aparecer en su memoria y tan sólo un nombre mágico y sonoro, Fermina, se mantenía grabado en su cerebro con una persistencia extraña y sutil.
Era un hecho que la fiesta de Navidad le había gustado tanto a la familia como a los dragueros. Era inevitable que para el fin de año se organizara otra en la casa de Isabel, y así se hizo. Pero una borrachera monumental hizo que su marido la riñera en forma tan injusta como dura. Al momento de llegar, los invitados se encontraron con la noticia de que la pelea había sido grave y de que esperar una fiesta en esas circunstancias sería una locura. No hubo más remedio que invitar a otras amigas a una caseta. Allí los dragueros se encontraron con las primas, pero Felix no reconoció a Fermina, ya fuera porque cada vez que la veía la percibía con un aspecto distinto o tal vez porque el destino se rehusaba a destrozarle el corazón de un sólo golpe.
En la mañana del año nuevo los dragueros comentaron que a media noche habían sentido una sensación muy extraña, pues todos en el pueblo había salido a saludar a sus familias y ellos, los únicos forasteros, se habían quedado solos. Terrible e irremediablemente solos… Ese era el destino de los hombres que viven lejos de sus familias y ninguno reprochó las lágrimas que se escaparon a media noche a algunos de sus amigos, porque desde siempre habían sabido que la nostalgia era una compañera que a veces mordía sin compasión.
Ese día de año nuevo, golpeados por la falta de sueño, muy temprano prosiguieron con su trabajo. La muchacha de la cocina, cubierta por un manto de desolación, envió en su reemplazo a Lucía y a Fermina. La frescura de las muchachas hizo restablecer el ánimo de los dragueros y el año se inició, pensaron, mejor de lo que esperaban.

(El relato debería empezar aquí) Todo lo que está en verde debe rehacerse y lo de abaj revisarse en profundidad.

A Felix le pareció que había visto en alguna parte a Fermina, pero no lograba recordar dónde había sido. A media mañana no resistió el empuje de su corazón y le preguntó si era ella con quien él había bailado en la noche de Navidad. Ella le contestó que si. Y en ese momento empezó a verla como era realmente. Fermina era una muchacha que tenía una mezcla de timidez y ternura. Su cuerpo era delgado. Unos pómulos salientes adornaban un rostro que Felix jamás olvidaría. Las pestañas encrespadas encendían unos ojos que lo miraban con la altivez de las princesas orientales. Unos labios carnosos hicieron despeñarse a Felix por los abismos del amor. Y ahora que la veía por primera vez, ahora que sabía que esa muchacha antes imperceptible y de la que no sabía nada era la mujer de su vida, su corazón se abandonó a las angustias de los corazones enamorados y no volvió a tener paz.
Todos sus pensamientos se centraron en Fermina. Desde ese día feliz y terrible en que la vio con el corazón y la empezó a amar con una pasión que no sentía desde su juventud, desde ese día no hubo nadie más en el mundo que ella. La miraba sin poder creer que fuera tan bella. Le maravillaba su risa que era un grito de alegría. Se le llenaba el corazón cuando ella lo miraba con sus ojos de emperatriz del mundo. Y se dejó arrastrar por la fuerza de un amor tan desbocado como imposible.
Fermina y Lucía trabajaron todo el día y cuando se desembarcaron en la tarde, Felix se acercó a Fermina disimulando mal las angustias que le producía su cercanía. Tuvo el coraje de agradecerle por haber ido y le dijo a ambas que estaban muy bonitas, solo para que Fermina no se diera cuenta de que su cuerpo emitía un efluvio que lo envolvía y lo mantenía como suspenso en el aire.
Cuando Fermina dejó la draga el mundo de Felix se derrumbó. No podía imaginar la vida si no era con ella. Si no podía ver a su princesa, la existencia perdía todo sentido. Se sintió desprotegido y se abandonó a la desesperación.
Cuando las dos muchachas empezaron a ir a trabajar a al draga los primeros días del año, en reemplazo de la cocinera, Felix agradeció a Dios por permitirle ser tan feliz. Disimulaba su alegría tanto cuanto podía. Iba a la cocina a cada momento y con cualquier pretexto sólo para sentirse cerca de esa niña que lo estaba matando de amor. En una de esas idas y venidas la descubrió trapeando su camarote y una alegría indecible lo circundó por completo. La imaginaba como su compañera para toda la vida. Pero una timidez heredada y la certeza de verse preso de un amor imposible no le permitían hablarle a la muchacha y aliviar los sufrimientos de su corazón.
A los pocos días Lucía lo sorprendió con la noticia de que ella y Fermina querían ir a bailar con él. Sintió palpitar sus sienes con fuerza desmesurada y tuvo que emplear todos los recursos que la vida le había dado para que las muchachas no se dieran cuenta de su estado. Y así, omnubilado por su buena suerte, esperó con angustia juvenil la llegada de la noche del viernes.
Felix debió lidiar aquella noche con Fermina y Lucía pero también con Mary, Carmenza y Patricia, las primas inseparables. No le importó, pues por fin tenía la oportunidad de estar cerca de su bella, de tocarla. Según la costumbre del pueblo, la muchacha lo abrazaba por el hombro y pegaba su cuerpo al de Felix. El podía sentir el contorno de su cintura, las músculos que bordeaban su perturbadora columna vertebral, el contacto de su mejilla, el roce de todo su cuerpo. La niña se abandonaba de nuevo a la música. Reía con su grito de alegría. Estaba más bella que nunca pero con un aire distante, con una inocencia que la alejaba de todos los seres que se le acercaban. Pero esto tampoco le importó. En el mundo no existía nadie más que ella. Sus pestañas encrespadas y sus labios carnosos tan cercanos lo hundían en un mar de gozo del que no quería salir. Poder abrazarla y sentir su respiración, su sudor, su olor, poder tocar la sien de ella con la suya le bastaba para comprender que no había vivido en vano. Fermina no parecía notar la ternura con que él la tocaba. No parecía darse cuenta de todo el amor que sentía por ella. No imaginaba que ese corazón estaba siendo despedazado sin salvación por un amor delirante y conmovedor.
Enredado en una pasión que había creído no poder sentir de nuevo, empezó a imaginar que su edad tal vez no fuera obstáculo para vivir con su adorada. Empezó a soñar un mundo en el que los dos pudieran vivir su amor sin contratiempos, como decían las canciones que ambos bailaban y que ella cantaba en su oído.

…

La última vez que Felix vio a Fermina fue durante el día memorable en que el capitán tuvo la idea de hacer una parrillada con baile en la draga. Se envió una comisión para que comprara todo lo que hiciera falta. Los dragueros dejaron su nave como una tacita de plata. La muchacha de la cocina, Isabel, fue enviada a pedir los permisos para que dejaran ir a las muchachas y en un segundo todo estaba organizado. Felix le rogó a Isabel que pidiera permiso por la primas, pues bien sabía que su amada sería la primera en ser invitada. Envuelto en una ansiedad de lunático, esperó esa noche a los grupos de muchachas que iban llegando en la lancha de la draga. Las primeras en llegar no fueron las primas. Tampoco las segundas. Felix estaba cerca del delirio cuando el lanchero le dijo que su bella estaba en el muelle. No pudo reprimir el impulso de sus ansias y se desembarcó para recibirla él mismo, con la disculpa peregrina de que era peligroso subir a la draga cuando estaba en movimiento. Al llegar a tierra se encontró con un alboroto de carnaval que se había producido con al noticia de la parrillada. Las muchachas no estaban listas. Una de las primas, Mary - una niña delgada y vivaz que hablaba con desenvoltura de mujer adulta - , no se había decidido porque su novio no aceptaba la idea de que fuera invitada a un sitio donde sólo había hombres. Lucía estaba casi lista, pero esperaba a Patricia y a Luz Kely, una morena de rostro precioso y timidez de novicia. Las familias estaban indecisas acerca de dejar ir a sus hijas y algunas madres estaban felices de poder tener que acompañarlas a bailar con los dragueros que para ese día ya eran más que una novedad en la calle de la Avenida. Cuando Fermina apareció, Felix no la reconoció al instante. Si antes la había visto hermosa, esa noche estaba deslumbrante. Tenía el cabello suelto en la frente y un mechón caía con coquetería en el lado derecho de su rostro. Una blusa blanca dejaba adivinar su mulato cuerpo de diosa. El cinturón rojo de su pantalón contorneaba su cadera en la que Felix encontró el fin del mundo. Por fin las primas estuvieron listas y se embarcaron en la lancha con madres, tías y amigas para hacer un tumulto de estropicio que no dejaría espacio para el baile. Cuando la delegación llegó a la draga, fue recibida con estupor. Pero ya la reunión estaba en marcha y casi de inmediato comenzó la fista.
Como antes, Felix pudo sentir de nuevo la piel de Fermina y entró de inmediato en estado de alucinación. Era tal el número de parientes, que se tuvo que bailar en los estrechos pasillos de la draga. La niña se movía como movida por el cielo y Felix estaba decidido a decirle que la amaba, a decirle que no podía vivir sin ella, a decirle que abandonaría todo esa misma noche para empezar una nueva vida con ella. Durante un instante providencial la música se detuvo pero ellos continuaron abrazados. Sin el acompañamiento de las notas ella se hacía no una muchacha que bailaba, sino la mujer que amaba unida a él por un abrazo de amor. Y ese fue el instante más feliz de su vida. La música continuó. Fermina le contó que quería ser modista y a el le sorprendió que quisiera aprender un oficio tan modesto, pero después de un instante le pareció que era el adecuado para que ella expresara esa feminidad rotunda que lo estaba consumiendo con tanta intensidad.
Después de un tiempo, que no supo calcular porque se encontraba transformado por esa niña de ensueño, notó en Fermina un aire más que distante. La emperatriz tenía un rictus de aburrimiento en el rostro y sus pestañas encrespadas dejaban ver un brillo de resignación en la mirada. Felix se preguntó por primera vez si su amor era correspondido. No se le había ocurrido que Fermina no lo amara como él a ella. Se imaginaba que su edad, que con mucho doblaba la de Fermina, era un obstáculo que su mutuo amor no se molestaría en tomar en cuenta. Y era un amor tan grande que nunca pensó que Fermina pudiera resistirse a dejarse apabullar por el abrazo de una pasión incontenible y desquiciada. Pero esa mirada distante lo hizo dudar y decidió esperar un momento. Fermina, fiel a su espíritu caribe de alegría ilimitada, bailó como antes, se rió con sus gritos de alegría y ni por un momento percibió el huracán de amor y duda que destrozaba a Felix.
Llegó la hora de la comida y la muchacha se fue a la cocina donde un oficial joven y simpático preparaba los platos. Vio cómo su niña cortaba casi con desdén los bollos de yuca, cómo le ayudaba a servir los platos, cómo iba comiendo con la mano, con una inocencia y una dulzura que lo abrumaban. Pero cuando vio que se reía de las ocurrencias del oficial sintió miedo. Cuando vio que bailaba con el muchacho en la cocina, su miedo se convirtió en pánico. Sintió que desde lo más profundo de su interior que algo comenzaba a desgarrarle el alma. Sintió el dolor de ver alejarse a la que amaría por siempre y decidió que debía acercarse a su princesa oriental y tratar de recuperarla. Entró a la estrecha cocina y se sirvió, temblando, una porción de carne. La partió en trocitos y la ofreció a Fermina. Ella la rechazó y él sintió que moría un poco. La muchacha salió de la cocina y se dirigió al pasillo de cubierta. Allí estaba el joven desde hacía un segundo. El corazón de Felix bullía de desesperación. Salió al pasillo donde estaba la que era su vida junto con otros invitados. Después de un rato la niña entró con el oficial y, disimulando, Felix volvió a entrar detrás de ellos. Murió del todo cuando los vio bailando y sonriendo de nuevo en la cocina. Comprendió que ella nunca sabría cuanto la amaba. Comprendió que la fuerza de ese amor lo había enceguecido y que había naufragado en un amor imposible. Comprendió que nunca dejaría de amarla. Sufrió la tortura de verse otra vez solo, como se había visto con sus compañeros en la noche del año nuevo.
Y el peso de la realidad lo aplastó sin misericordia.
El último instante en que percibió el devastador encanto de su mirada fue cuando terminó la fiesta y el lanchero llevaba de nuevo a los incontables familiares a tierra. Ella estaba sentada con su inconsciente actitud de princesa en la proa de la lancha. Felix ayudó a abordar a toda la comitiva que se iba envuelta en el caos que había formado. Ella lo miró con una sonrisa transparente y esta vez él no vio el brillo detrás de sus pestañas encrespadas, ni el temblor que había creído percibir en sus labios carnosos. La lancha empezó a alejarse y ella levantó la mano para despedirse. El le respondió ya sin ninguna esperanza. Y fue entonces cuando ella, con una sonrisa que desnudó toda su miseria humana, subió la mirada y se despidió del joven oficial.
A los pocos días, cuando terminaba el dragado y se hizo el último recorrido en el canal frente al pueblo, Felix miró hacia la calle de la Avenida donde sabía que Fermina vivía. Un vacío aterrador que no lo abandonaría más se fue incrustando en su corazón y cuando la corriente empezó a empujar a la draga río abajo, se dio cuenta de que nunca más volvería a ver a esa criatura incomparable.
No tuvo más noticias de ella. Y cuando moría, dos semanas después, su último pensamiento fue para la bellísima niña de Calamar. Mientras el pueblo bullía de fiesta y Fermina era proclamada Reina del Carnaval, imaginó sus manos de muñequita de porcelana zurciendo las heridas de su viejo corazón de adolescente. Cuando lo enterraron, una sonrisa de paz infinita había quedado grabada en su rostro. Señal inequívoca de todos aquellos que han muerto presa de las convulsiones del amor.

Texto agregado el 22-08-2006, y leído por 152 visitantes. (0 votos)


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