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El pequeño camarote estaba oscuro, pero una lucecita que se colaba por un lado de la cortina dejaba adivinar que el día había comenzado. Se había acostado a la madrugada. La noche de trabajo había sido fatigosa y larga. Estaba aun adormilado cuando corrió un poco la cortina para calcular que hora podría ser y apareció en la popa, con una luminosidad inverosímil, el canal enmarcado con toda la belleza posible por el puente. A lado y lado del canal la luz del sol hacía rabiar el verde de la vegetación. Lo primero que se le vino a la cabeza fue agradecer a la vida, a Dios, por haberlo llevado hasta ese día y haberle permitido correr esa cortinita para dejarle ver el esplendor de la luz, la armonía de los bordes del canal, la fuerza de ese verde incontenible. Y aunque ese espectáculo había estado ante sus ojos durante meses, aquel día sintió que esa visión, simple y contundente, era un regalo inestimable. En realidad, meditó, lo que era inestimable era el hecho de tener vida, de poder sorprenderse por las cosas simples y maravillosas que nos acompañan por el camino de la vida y que a fuerza de que las sintamos como cotidianas, tienen el efecto de hacernos ir perdiendo la capacidad de verlas.
Se dio cuanta de que se había despertado con una sensibilidad especial ese día y se propuso tratar de conservarla tanto como pudiera. Tomo la toalla y la envolvió en su cintura. De acuerdo con su propósito, la sintió como hermanada a él. Su textura no sólo lo cubría, como lo había hecho tantas veces, sino que lo acariciaba. Pronto, cuando estuviera secando su cuerpo, esa toalla lo recorrería con una intimidad y una confianza que nunca había imaginado que fuera posible. Percibió, con la tenue luz que dejaba pasar la gruesa cortinita, percibió los contornos de su camarote. En muchas ocasiones se había quejado de su estrechez. No podía dar dos pasos sin estrellarse con algo. Su diminuto escritorio estaba desordenado como siempre, y debajo de el, algunas cajas, algunas muestras de combustible, algunos frascos de aceite, algunas cosas de algo, dormían todavía inconscientes de que estaba siendo miradas con unos ojos nuevos. Era como si todo aquel desorden hubiera sido creado hace dos minutos con el resto del mundo y cada cosa tuviera un aspecto nuevo y fascinante. Salió al pasillo y entró al baño que estaba justo al frente de su camarote. Colgó la toalla en la percha de siempre y se sentó en el sanitario. Los fluidos de su cuerpo empezaron a abandonarlo y se dio cuenta de que hasta ese momento ellos habían sido el soporte de su existencia. Esas excrecencias habían formado una parte tan íntima de él que se habían albergado en el interior de su cuerpo y habían sido él mismo. Mientras recorrían su cuerpo, pensó, le habían permitido percibir el mundo. Mientras se transformaban dentro de su ser, el había tenido la capacidad de pensar, de alegrarse, de sentir desazones, de hablar con sus compañeros, de recordar a su familia. Se acordó de que Serna, el mecánico, le había contado que todas las mañanas agradecía a Dios cuando estaba en el baño por hacer que su cuerpo funcionara como es debido. Esta idea le había parecido ridícula y hasta repugnante, y pensaba que Serna era un tipo extraño, empezando por el hecho de que se atrevía a hablar de semejantes intimidades. Pero en esta mañana nueva pensó que el mecánico tenía razón y agradeció con el pensamiento a esa materia que le habían permitido estar vivo y que ahora lo abandonaban para siempre. Entro a la ducha. Era oscura. Cuando abrió la llave, un agua tibia lo abrazó con un cariño incomparable. Dejó que cada parte de su cuerpo sintiera esa caricia que tenía una ternura primigenia. El agua acariciaba su cara, su cabeza, recorría su cuerpo, su espalda. No era una ducha cotidiana. Era la alegría de estar vivo y de sentir que el agua le hacía tener conciencia de ese hecho básico y casi relegado de su vida cotidiana. Cuando llegó el turno de su hermana la toalla, una nueva conciencia se apoderó de él y cada parte de su cuerpo fue naciendo en su pensamiento a medida que recorría su cuerpo, secándolo. Una alegría indescriptible lo llenó por completo. Era la alegría de estar vivo. La alegría de existir, de ser.
Regresó a su camarote y se empezó a vestir sentado en la única silla que había en el. Mientras se ponía su overol recordó la terrible llamada de la noche anterior. Que tres hombres habían entrado a la casa vecina y habían disparado contra el dueño de casa. Que su hijo mayor estaba saliendo en ese momento y que cuando se oyeron los disparos ya había cerrado la puerta del garage. Que tan pronto los hombre salían de la casa del vecino, quedaron a dos metros del carro y se vieron frente a frente con el hijo mayor. Que uno de los hombres se abalanzó contra el muchacho, pistola en mano, con la intención de matar a un testigo tan inoportuno. Que el muchacho agachó la cabeza y en reversa se alejó de los asesinos mientras el que lo perseguía le hacía dos disparos. Que su esposa había corrido al balcón cuando oyó los disparos y había visto ahogándose de engustia como el hombre intentaba matar a su hijo. Que su hijo menor había corrido a la puerta al saber que su querido hermano estaba en peligro de muerte y volvió a entrar cuando vio que lograba escapar en reversa. Que el hijo mayor logró llegar a casa del tío pidiendo ayuda porque lo perseguían para matarlo y que el tío salió a defenderlo pero que ya no venía nadie. Que las primas lo desnudaron angustiadas buscando heridas en el cuerpo. Y que Gracias a Dios, las balas no lo habían tocado. Que el vecino estaba en la clínica y que no sabían de su estado.
Se puso las botas de trabajo y no encontró explicación para que algo tan espantoso pudiera ocurrir. Imaginó la vida de los asesinos que tal vez a esta hora debían estar en sus casas con sus esposas y sus hijos haciendo el papel de seres normales, sin tener conciencia de que cortar vidas y alterarlas no era una cosa tan pavorosa como en verdad lo es. Recordaba dos frases de su hijo. Una, que lo había herido como nada en el mundo era: el tipo se vino a matarme. ¿Cómo era posible, cómo era posible que alguien quisiera matar a su hijo? ¿Y que lo persiguiera con una pistola en la mano y que le disparara? Pero si era tan sólo un muchacho en su primer semestre de universidad. Pero si era tan sólo un muchacho. Tan sólo un muchacho. ¿Porqué debía ser la vida así? ¿Porqué una persona podía encontrarse con la muerte por el sólo hecho de salir de su casa? ¿Porque tenía alguien que entrar a la casa del vecino y dispararle? Pero no encontró respuestas y sintió un vacío y una tristeza enormes…
La segunda frase de su hijo había sido: estoy transformado. Lo único que se le había ocurrido decirle era que había que aprovechar lo ocurrido para tener conciencia de tantas cosas buenas que tenemos y no apreciamos. Pero lo había dicho sin tener certeza de qué era lo que quería decir, sin imaginar que el mundo podía ser visto con otros ojos sin necesidad de haber sobrevivido a una circunstancia tan increíble.
Ajustó los cordones de sus botas con doble nudo porque eran muy largos y salió del camarote. A tres pasos estaba la salida a la cubierta. Abrió la puerta que lo conectaba con el mundo. Las reparaciones de la noche anterior habían tenido el efecto de restablecer la operación de la draga que salía del canal con paso lento. En la proa el río, el bellísimo río grande de la Magdalena, fluía majestuoso, imperturbable. Indiferente a las alegrías y a las tristezas de los hombres.
El aire caliente de la última mañana del año lo envolvió con tanta ternura como lo había hecho el agua de la ducha. Y cuando la primera bocanada de ese aire nuevo y lleno de vida entro a sus pulmones, pudo sentir que él era parte de un mundo tan bello como incomprensible. En ese momento descubrió que él también estaba transformado.

Texto agregado el 22-08-2006, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


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