Aun recuerdo un amanecer que tuve la suerte de vivir, hace ya muchos años, en los mares de Chile. No lo describiré, pues ¿cómo se pueden describir las cosas portentosas que son inasibles, que llenan por completo nuestras vidas y que nos dejan la sensación de que valdría la pena haber muerto en ese momento? Diré tan solo que ese amanecer era tan bello, tan majestuosamente bello, que en ese momento representó el principio de la vida con todas sus cosas admirables. Si hubiera podido, se lo hubiera regalado. Y hubiera demostrado en forma adecuada mi gratitud. Esa fue la primera vez que pensé en usted.
La segunda fue en Hong Kong. Vagaba en una tienda de antigüedades y vi la figura. Era una estatua pequeña que podía caber en las dos manos. Representaba a una pareja hindú (debían ser dioses) en que la mujer estaba sentada a horcajadas sobre el hombre, también sentado. Ambos estaban desnudos y lucían unos tocados finísimos. Se encontraban abrazados en un estado de éxtasis que iba mucho mas allá de lo corporal. Una frescura inigualable envolvía a la pareja. Eran la imagen del amor, de la entrega, del trascender, del vivir. Su unión sexual representaba en forma ideal el comienzo de la vida y en forma instantánea pensé que si no había podido enviarle un amanecer, esta estatua sí hubiera podido adornar su consultorio. Pero su precio, que hubiera pagado con gusto, estaba fuera de mi alcance.
En forma inesperada, mi visita a una hechicera en Togo me hizo pensar una vez más en usted. Se trataba de una mujer de unos setenta años. Alta, con el cabello entrecano y completamente hirsuto. Negra. De ojos verdes que miraban con profundidad y calor. Tenía el torso desnudo. Adornos en los antebrazos y en los tobillos. Estaba llena de arrugas. Su falda, que era una pieza de tela enrollada en la cintura y que llegaba hasta mas abajo de sus rodillas, contenía todos los colores que pueden imaginarse y aun más. Esa mujer, que nunca olvidaré, tenía también la increíble y maravillosa capacidad de comunicarse con los muertos. Y yo necesitaba comunicarme con uno. Se inició la sesión y de inmediato me di cuenta de que todo era una patraña. Me concentré entonces en su aspecto, en la hermosura de su voz. El bello dialecto ewé fluía con su sonoridad única. Traté de guardar en mi memoria todo lo que había en esa choza. El altar era admirable. Había serpientes disecadas, cabezas de animales, figuras talladas que representaban dioses. ¡Y allí estaba la imagen que yo hubiera querido regalarle! Era una pequeña figura femenina, muy rústica. Estaba hecha de madera negra. Por cabeza tenía un redondel y los brazos eran cortos. Tenia unos senos apenas reconocibles. Pero lo que la hacía especial, era una vulva enorme que ocupaba la mitad inferior del cuerpo. Supuse que se trataba de una diosa de la fertilidad. Esperé a que la hechicera terminara de decirme que había recorrido toda Europa (nunca le mencioné mi origen) y que no había podido encontrar a mi muerto. Le pregunté entonces por la figura y me contó con algo de picardía que por medio de ella, que era en efecto una diosa, muchas mujeres de su país habían logrado tener felices embarazos y que si yo lo deseaba, la diosa podía hacer concebir de manera infalible a mi mujer, aun sin mi intervención. Imprudentemente ofrecí comprarle la figura, pero mi amigo traductor se negó a hacer el ofrecimiento y me explicó que una propuesta de esa índole ofendería inevitablemente a la hechicera y podría caer sobre nosotros algún maleficio. Por respeto a mi amigo, desistí. ¡Pero hubiera sido el regalo perfecto! Y si esa diosa africana de la fertilidad estuviera hoy con usted, tal vez su trabajo fuera un poco menos difícil. Siempre lo he admirado como doctor, pero dudo mucho que la ciencia médica pueda llegar algún día a poseer los poderes, la infalibilidad, y el encanto de esa anciana.
Hoy en Tumaco, mientras escribo esta carta, tengo ente mis ojos una concha extraordinaria. La traían unos niños pescadores que con frecuencia venden pescado al barco, y la acabo de comprar. ¡Es tan bella! Es como un pequeño tetraedro. En la base, tallada en perfecta simetría, hay una figura en forma de dos comas enfrentadas cuyas cabezas y extremos se desenvuelven y tocan en espirales de elegancia y belleza asombrosas. Otras dos partes de este como tetraedro se parecen a un casco español antiguo labrado con líneas que van hacia su parte superior y que se separan cada vez más en una harmonía perfecta. Pero la ultima cara del tetraedro es prodigiosa. Se trata de un triángulo hendido en la parte inferior que es la representación inigualable de un vientre femenino enmarcado por las caderas, la parte superior de las piernas y el ombligo. Las líneas de la concha salen apretadas de la parte inferior hacia los lados y se curvan hacia la parte superior del triángulo formando las caderas. La parte inferior central es una vulva perfecta y todas las líneas de la concha se inician en ella. Es como si el mar sintiera admiración por el cuerpo femenino y quisiera copiarlo con un arte creado en las profundidades. ¡Que bien se vería esta concha pequeña y maravillosa en su consultorio!
La vida se encarga de recordarme a cada tanto el papel que usted jugó en el nacimiento de mis dos hijos. El cariño y la delicadeza con que trató a mi mujer es esos días tan especiales en que el flujo de la vida mostró en ella su fuerza poderosa.
Seria injusto que le enviara tan sólo esta concha. Por eso, he decidido guardarla con todo cuidado en esta carta y enviársela junto con aquel amanecer de ensueño, con la incomparable estatua hindú, y también, ¡como no! con la imagen en madera negra de la diosa yoruba.
Escondido en estas líneas, asomándose a veces entre las letras y represado durante muchos años, quiero enviarle también mi agradecimiento...
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