La temporada de lluvias no había sido larga. Al contrario de años anteriores, cuando las cosechas se perdían por las inundaciones, y cuando río abajo se veían pasar los cadáveres de animales, los arboles de plátano completos y los muebles rotos que no se habían podido rescatar del naufragio que se metía en las casas, al contrario de esos años, las lluvias no dejaron su habitual secuela de desolación y tristeza. Cayó el agua justa para hacer que los cultivos crecieran sin anegarse y ni los más viejos recordaban una cosecha tan abundante y tranquila. Ni siquiera hubo ganado muerto por rayos y si el tiempo continuaba de la misma manera, se esperaba que la temporada seca tampoco fuera muy rigurosa.
De eso tan bueno no dan tanto, decía la negra Sixta Dulce cuando alguien comentaba sobre las bondades del clima. Pero nadie le hizo caso ya fuera porque era habladora y chismosa o porque con un clima tan bueno, nadie quería quejarse por adelantado de las penas que no habían llegado.
Una vez vendida la cosecha y terminadas las celebraciones mojadas con abundancia por el aguardiente, ancló en la región una temporada de clima primaveral que desconcertó a la mayoría. Acostumbrados a lidiar con las épocas de lluvias y de sequías, que hacían tránsito de una a la otra casi sin avisarse, esta temporada que no era ni caliente ni fría los dejó perplejos. Nadie sabia cuanto duraría, pero pronto se dieron cuenta de que el clima era ideal para cultivar cualquier cosa. Así que en la euforia de unos días nunca vistos de temperatura y humedad providenciales, decidieron sembrar aprovechando un clima desconocido que hacía crecer los tomates en los postes de la luz y las astromelias en los huertos de ají.
(Hay que describir aquí, en unos cinco párrafos llenos de poesía, cómo era la primavera)
Una segunda cosecha, más abundante que la anterior, les hizo pensar que si las cosas seguían así lo único que les quedaría sería morirse de felicidad. Pero Sixta Dulce no se daba por vencida y repetía a quien quisiera oírla que de eso tan bueno no dan tanto.
El último día de esa primavera extraviada, el sol brilló con una claridad tímida de país del norte. El rocío de la mañana se evaporó tan sólo hasta medio día y después de una tarde fresca y luminosa el día se despidió con un atardecer de mil azules y de mil rojos enloquecidos por ver cual de ellos pintaba el cielo con más belleza. Y sin molestarse en avisar, dándole dentelladas de calor asfixiante a la noche, llegó la temporada seca.
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