CRONICA
“En el pueblo en este preciso instante, todo es tiempo espeso, espeso existir.
....Creía que las personas eran árboles”.
(JOSÉ LUIS GARCÉS GONZALEZ)
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De Santa Marta a Barranquilla hay mar y ciénaga. Charcos para la sal, restaurantes, veraneras pálidas y algún pueblo mordido por la pobreza y el salitre. El cielo se ve nítido, hecho de un azul inicial. La luz amplía el espacio. Es un día nuevo en el Caribe Colombiano, lleno de libertad y salpicado de pájaros. En la histórica Ciénaga hay un sol terrible y un comercio activo. Después, los muñones de los mangles muertos. La ciénaga de Salamanca en decadencia. Carros que avanzan a toda velocidad. Y una hora después, el Puente Pumarejo, una obra que es arte acostado, cemento sobre un río que viene desde atrás buscando las fauces del mar. Cruzar el puente y mirar a ambos lados es una experiencia especial, donde la sensación de viento se mete por debajo de la camisa y parece que flotáramos sobre la luz del medio día.
Barranquilla es movimiento, ruidos, gentes deprisa. Su pujanza no admite dudas. La brisa, como mariposa de rama en rama, aminora la canícula y le concede lentas pausas al trajín y al acelere. ¿Que sería de Barranquilla sin la generosidad de la brisa? La majestuosidad del prado por ejemplo, se percibe más nítida cuando los árboles de las aceras inician la fiesta que levanta las faldas y desordena los cabellos.
La carretera a Calamar retornó a su condición de camino de herradura. Huecos, estrechez, golpes, frecuentes cambios de velocidad en el bus que nos transporta, y unos potreros colmados de espinos y salpicados de charcos. La tierra se nota estéril. En el peaje se monta una muchacha gorda, con el culo abundante y la cara grasosa ; vende rosquitas, gaseosas, galletas y otras chucherías para el sobrepeso. Dice su retahíla con el fastidio disimulado que otorga la costumbre. Quiere obligarnos a comprar pero la suerte no la acompaña. Su delantal mugroso se le mueve cada vez que el bus entra en un hoyo. La muchacha se baja en Santo Tomás, no sin antes fruncir la boca en un gesto de desprecio y lanzarnos una mirada de fuego. Para compensar tanta rabia surgen solitarios y orgullosos los árboles de polvillos, convertidos en amarillos incandescentes, un color que sobresale y deslumbra entre la rigidez del paisaje. El puente de Calamar no tiene la majestuosidad del de Barranquilla. Está un poco abandonado, y produce cierto temor cuando su estructura se queja al paso de los vehículos pesados.
Cuando se llega a Carreto se entra de lleno a la sabana de Bolívar. La vía al mar continúa hacia la derecha. Si la tomamos, pronto nos encontramos con San Cayetano, un pueblito cercado por las estribaciones de los Montes de María, con una temperatura medio benigna, a cuya entrada hay una casa con un letrero en la pared que dice :”Se vende gasiosa a $ 300”. El verde permanece y penetra a la tierra amarilla que le da cabida a San Juan, atestada de kioscos de fritos y de productos de rápido comer. Allí ya se ventilan los preparativos para conmemorar el centenario de la muerte del maestro Diógenes Arrieta. Luego, viene San Jacinto y la artesanía se mete bellamente por los ojos; y uno se da cuenta de que el negocio progresa, pues no solo hay ofertas de hamacas, toallones, vestidos de mujer y pellones, sino que la madera se contonea para que aparezcan sillas, mecedoras, mesas, mesitas y sillones tejidos. Es un gran fresco hecho por las manos y por el calor que enaltece el paisaje y lo torna amable.
Mejor pedir
Después se baja un poco hacia El Carmen. Desde la distancia El Carmen se ve como un pueblo hundido, alejado de la carretera, techado en zinc. Pero luego de que se desborda el viejo y abandonado anuncio del club de Leones, los tenderetes y la agonía de los vendedores agreden y zarandean la estética que se traía de San Jacinto. Es el municipio con más movimiento. El tabaco le otorgó su olor y cierto nivel de progreso y proletarización. El bus se detiene, y después de que nos libramos del acoso de los vendedores de galletas, aguacates, mantequilla, casadillas y chicharrones, nos encontramos con “los niños mendigos del Carmen de Bolívar”, que es de lo que yo quiero hablar.
En ningún pueblo, desde Santa Marta a Montería, se ven niños pordioseros. El Carmen tiene esta terrible característica. Antes eran solo niños; ahora hay también niñas. Ya se acostumbraron. Sin pena alguna estiran la mano y piden una moneda. O un poco de comida. En la primera semana de enero pude contar siete. Había tres mujercitas : una era monita y sucia, con el pelo curtido ; otra era flaca, la cara llena de moco antiguo y de una recocha inaguantable ; y la ultima era mayor, de pelo negro recogido, de traje limpio de senos incipientes. Los niños, todos, parecían provenir de una larga caminata: empolvados, de pantalones cortos y pies descalzos, con las camisas abiertas para que las costillas declararan el hambre. Estiraban la mano entre seriedad y juego. Pedían cien pesos o un pedazo de yuca. Como no los dejan entrar al restaurante, en las amplias puertas forman una red que se mueve de lado a lado, que brinca de una puerta al bus que llega, que merodea a la tolondra pidiéndole a veces a quien ya le dio, comiendo de prisa lo que se consiguió para volver a pedir. Cuando le pregunté a la muchachita mayor por qué pedía, contestó: “Es mejor pedir que robar “. Nada dije, ella me hociqueó, se sacudió la pollera, y yo me acordé tontamente del Bienestar Familiar…
A media hora de bus está Ovejas con sus kioscos y su cementerio a la vera del camino. Todavía llega el rumor del festival de gaitas. Hay camperos y kioscos y una casa de dos pisos, a la izquierda, que se parece a esas construcciones antioqueñas que se hallan de Caucasia para arriba y que en la soledad de las noches frías las rodea una neblina de misterio. Después, vienen las 19 curvas, y enseguida El Bongo, que es la apartada hacia Magangué, hacia San Pedro, hacia el Magdalena y si usted quiere, por ferry, hacia la señorial Mompox. En ese ramal los vendedores de jugos y tajadas de patillas hacen su fiesta. A los pocos minutos, aparece Corozal ; desde lejos se le nota cierta solemnidad distante, una aureola que le neutralizó Sincelejo. Posee algunas casas de altos pretiles y sólidas columnas. Una flecha nos indica que por allí se entra a Sincé. Cuando se abandona Corozal surgen los ñipiñipes, los robles de flor morada, los higos viejos y redondeados y algunas corozas que semejan mujeres gordas esperando en un patio solitario.
Sincelejo surge a la derecha, Entre altos y bajos. Después de la estación, el mercado nuevo. Desde lejos se le ve su modalidad, el ajetreo que entra y sale de la ciudad se mantiene viva y se me ocurre pensar: ¿ qué será de los poetas de Sincelejo, de esos que en el ochenta escribían irreverencias o cotidianidades ? .Por estas tierras anduvieron los cordobeses Pastrana Rodríguez y Valencia Salgado regando semillas y cosechando cuentos, poemas y teatro. De eso hace treinta años y ya ese tiempo es un indeleble punto en la distancia. Sus alumnos de entonces son hoy potentes ejecutivos o profesionales victoriosos.
Los edificios, a lo lejos, hacen ver a Sincelejo como una ciudad de pequeñas torres, situada en un relieve inestable, circundada de talleres, empresas y comercios que se proyectan hacia otros departamentos de la Costa.
Tierra de matarratones
De allí en adelante la tierra es seca y el verde derrota su euforia. Aparecen los espinos coronados de rabia; para luego dar paso a los matarratones de hojas encaracuchadas y florecitas lilas. Los matarratones sosteniendo las cercas, clavadas con alambre de púas que se prolongan por kilómetros y kilómetros para forjar la propiedad privada, son una continuidad, una característica indiscutible de la vegetación caribeña. Somos la tierra de los matarratones. No de ahora. Desde hace muchísimos años, desde que el campesino descubrió que metido en el sombrero el matarratón aminoraba la ferocidad del sol, servía para sacar las fiebres del cuerpo, quitaba los dolores de cabeza, era un horcón resistente para las casas de palma y ayudaba a sanar a los niños enfermos del mal de ojo y de gripa perniciosa ; luego supo que el agua del cogollo, igual que la de jobo, calmaba la sed y sus ramitas tiernas eran para las reses un sano bocado en tiempos de sequía.
En Chinú, el antiguo Takasuán, la carretera se bifurca. A la derecha se interna la vía que va a San Andrés, a Purísima, a Momíl y desemboca en la legendaria Lorica. Como a todos estos pueblos, a Chinú la carretera le hiere un costado. El estado del asfalto es bueno. El bus se desliza a gran velocidad, y ante nuestros ojos pasan raudo el desfile: casas pobres adornadas con veraneras rojas, con crotos cetrinos, con guayabos torcidos y vidriosos, con almendros podados debajo de cuyas ramas los muchachos amainan la ardentía del calor y juegan a las tapitas, Sahagún celebra los cuarenta años del Colegio Andrés Rodríguez Balseiro, una lámpara de cultura que ha esparcido su luz por todo el panorama nacional.
A los pocos minutos, una sabana extensa, sin animales de potreros. Se nota que el agua escasea en las entrañas de la tierra. Pero al acercarnos a la “Y“(la misma que coadyuvó a la creación clásica del bohemio Luís Felipe Herrán, El guayabo de la Y) la naturaleza se torna benigna. Un higo, que parece un árbol con afro, nos entrega la diferencia. En el pueblito, en los tendales de ventas, se puede saborear, quizá, el mejor “queso blandito “ de la Costa Atlántica. A un kilómetro la carretera se escinde. Un ramal, entre curvas pronunciadas, sigue hacia Planeta Rica y luego a Medellín; el otro se interna, bajando, hacia el ubérrimo valle del Sinú. La vegetación retorna a la abundancia y al verde intenso. Pero la carretera es mala. Huecos en su apogeo. Hay subidas y bajadas. Ventas de frutas a la vera del camino: se destaca el amarillo suave de los melones, unos gajos de manzano se mueven colgados de una troja. Esta carretera, en decadencia, es hermana gemela de la que de Barranquilla conduce a Calamar. Comparando con hace diez años, cuando un viaje en bus que demoraba cuatro horas nos dejaba los riñones depositados en las manos, las carreteras en la Costa han mejorado; pero a este trayecto no le ha llegado el turno, o cualquier malabar burocrático se lo pasó por alto.
Los algodonales
En Ciénaga de Oro están de fiesta de toros. La corraleja se halla a mano izquierda. Es mediodía y parece que un huracán hubiera levantado el polvo amarillento, destrozando los toldos y cantinas de palma y zinc, y solo hubiera dejado un desorden amenizado con música. Tres mujeres desaliñadas, quizás trasnochadas, bailan en un remedo de caseta. Alzan los brazos, mueven las nalgas, y son perseguidas por la espalda por hombres que, con las camisas abiertas, las meten entre sus brazos abiertos. Es la seducción pueblerina, la cachondez entre abarcas, sudores y alcohol trifulquero.
Las casas de palma que están al lado de la carretera ahuecada dan la impresión de un pueblo que hubiera estancado su progreso, y se hubiera conformada con la pátina del Ciénaga de Oro de antaño, en cuyos patios las gallinas escarbaban la tierra y extraían con el pico pepitas de oro, y con la tradición del casabe, ese disco de yuca, cuya historia se hunde en las raíces de los tiempos precolombinos. Pero Ciénaga de Oro tiene su orgullo: es cuna de escritores, historiadores, intelectuales y poetas que salieron del villorrio y se esparcieron por el mundo.
Después del primer cerro aparecen los algodonales. El algodón llegó a estas tierras en 1948 y ha pasado por varias etapas. Ya no son matas grandes. Hoy son medianas, tiradas a un verde gris, de las cuales penden, como lagrimas hinchadas, las motas de algodón. Son campos extensos que duran mas que la profundidad del ojo. Ya hay gente recogiendo. Desde lejos se ven los sombreros incrustados hasta las cejas y los trapos blancos o de colores amarrados en la cabeza con colas amplias que caen a las espaldas. En el algodón recuperado, la fibra que ha luchado contra los inviernos inclementes y contra los precios escuálidos que lo convirtieron en un negocio no rentable. Sobre los campos, el sol de luz estabilizada y con ella el calor atroz y el sudor que hace arder los ojos o las heridas que dejan las cáscaras vacías cuando rompen la piel.
La variante hacia Rabo Largo es un camino que se ve profundo, cercado de matarratones, carretera de balasto serpenteante hecho para el trote de los hombres y para las carreras de caballos, famosas en toda la región.
Luego, como un cuadro ante los ojos, la iglesia de Cereté se insinúa desde la distancia. Cereté, municipio cuyo nombre significa pescado, el pueblo de casas que tienen los patios largos y sembrados, cultivados con mangos, guayabas y guanábanas, localidad donde la vida serena todavía es deseable, mientras el caño Bugre vigila con sus aguas prestadas al Sinú.
A la derecha y a la izquierda, un kilómetro adelante, está el Retiro de los Indios, corregimiento de tradición, donde los indígenas se refugiaron y eludieron la persecución del conquistador Es la tierra de los frutos. En mesas y mesones a la vera del camino están expuestos zapotes, mangos, mameyes, guamas, caimitos, nísperos. En todas las casas hay frutales, y es fácil ver los árboles inmensos y verdes del mamey, o el amplio y alto níspero azucarado que nos deja las manos pegajosas cuando el jugo de la fruta se desliza entre los dedos.
Luego, como si fuera un rosario de pueblos, está Mateo Gómez, con su cementerio afuera y su camino largo, y al lado, la zanja y una prolongada cerca de espinos, cuyas dagas duras y filosas son defensa natural contra el animal o el intruso imprevisto. Después, Garzones, instalado a la derecha con su calle larga que va a dar al río, donde en otras épocas vivió un tal Manuel Contreras, hombre ordinario y pendenciero, de 210 centímetros de altura y 120 kilos de peso, que pelaba cocos con los dientes y tumbaba las palmeras con solo darle un golpe de canto con la mano derecha, que era una mano de pilón cubierta de callos. Enseguida aparece el sorgo de mazorca copiosa y gris, como una especie de cuerno de la abundancia, cubriendo una extensión que llega hasta el río, moviéndose al ritmo de una extraña brisa de mediodía.
El viento del Caribe
De inmediato, Mocarí, barrio ya de Montería, otrora pueblecito donde vivió el cacique del mismo nombre y cuyos bollos de maíz los venden a la orilla de la carretera y han cosechado una fama que trasciende los linderos de Córdoba : el renombrado “bollo mocarinero”. Frente al pueblo, en el plan donde antes hubo una corraleja, un algodonal que está reventándose de blanco, y al lado de este el camino que lleva al vivero y a la vereda California, donde tiene instalado su reino de mangos, bonches y palmeras el poeta y folclorista que responde al nombre del “Compae Goyo”.
Allí empieza Montería, que inaugura el ojo del visitante con la plenitud de la Universidad de Córdoba, en franco progreso académico, científico y administrativo; y luego una embotelladora de gaseosas y de inmediato el barrio El Recreo, selecto, bello y distinto. Después, el comienzo bifurcado de la ciudad: la carretera que hace de circunvalar y la que penetra al centro, el corazón bullicioso de una ciudad que cojea, pues al lado de algunas construcciones de alcurnia tambalean casas y calles maltrechas, y brillan por su deficiencia los servicios públicos. Una ciudad intermedia plagada de tenderetes, de economía informal y de miles de personas que viven del rebusque. Pero la gente, sin exagerada conciencia, se mueve, bebe, goza y quizás espera (...)
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