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La vida de Remberto Tuluena había terminado. En el sentido físico de la palabra todavía respiraba, hablaba y trabajaba. Incluso podía a veces reír y nada le indicaba al mundo que estuviera muerto. Pero la verdad es que era tan solo un muerto que no había fallecido. Nada le interesaba. Su día a día era monótono y sin alegría. No sentía que alguien lo quisiera y ya no le parecían buenas las buenas novelas que leía impulsado por la fuerza de la costumbre.

Su esposa hacía más de diez años que no le daba un beso. Su hijo seguía el rumbo que la vida le había trazado sin avisarle y sus amigos se reducían a uno con el que conversaba cada vez menos.

Remberto creía que el trabajo era una forma disimulada de esclavitud y había intentado varias veces lograr la independencia económica. Sólo para comprobar que había sido educado con un refinamiento exquisito para ser trabajador. Desde hacía algunos meses había dejado de idear todo tipo de proyectos para establecer un negocio independiente por su cuenta, porque había llegado a la conclusión de que no valía la pena pues era estimado tan solo el dinero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando inició su camino a la nada.

Sus tratos con la muerte no eran íntimos. Los muertos de su familia se habían ido a edades avanzadas cuando ya a nadie le interesaba que vivieran y cuando lo mejor que podían hacer con sus vidas era terminarlas. Una tía de Remberto había muerto antes de los cincuenta pero desde muy joven había sido una fumadora empedernida que vivió más de los que le correspondía. Sus últimos días, envejecida en forma prematura y esgrimiendo un cigarrillo en su boca incapaz de abandonar el vicio, desesperó a su familia con una tos incontrolable esputando una materia negra y sanguinolenta que no era otra cosa que sus pulmones calcinados. Cuando murió sus familiares sintieron un alivio perturbador que les hizo pensar en la fragilidad del amor.

Siendo Remberto adulto, murió su padre. Pero el viejo estaba tan viejo que la noticia no sorprendió a nadie. Los dolores de la muerte le eran ajenos y a su edad ya no le asustaba la idea de morirse. Lo que le asustaba era tener que vivir una vida sin vida y como era eso justamente lo que sentía de la suya, le pareció que lo más conveniente era suicidarse.

Por la época en que prestó el servicio militar llegó a sentirse tan agobiado con las estupideces de la milicia que pensó con toda tranquilidad que pegarse un tiro podía ser la forma más simple de salir del atolladero de las guardias a horas inimaginables, de las arbitrariedades de sus superiores de no más de veintitrés años, de la interminable manía de formar a todas horas y por cualquier motivo, de la opresión de tener que ser igual a todo el mundo, y de la falta de inteligencia generalizada. Pero el aburrimiento nunca llegó al extremo de hacer que se desencajara un tiro porque, pensaba después, cuando uno está empezando a vivir aguanta cualquier cosa.

Se casó con una muchacha linda e inteligente que llego a ser con el tiempo una experta en cantinelas con una capacidad enorme para el rencor. La muchacha, por añadidura, pensaba que en todo tenía la razón. La idea del suicidio no lo rondó entonces pues se consolaba pensando que Jantipa, la mujer de Sócrates, había tenido un temperamento tan difícil como el de su esposa pero no había logrado cambiar la actitud abierta y simpática del filósofo. De manera que aguantar a su Jantipa, pensaba, lo fortalecía para resistir otros males peores.

Tiempo después, cuando se deshizo su matrimonio y fracasó un amorío carnal con una jovencita desenfrenada, empezó a creer que ya la vida no tenía los atractivos de otros tiempos y que la curva de su existencia iba cuesta abajo. Después de separarse se sintió liberado de la eterna cantinela de su mujer y la relación con la jovencita le hizo pensar que la juventud había vuelto, acompañada esta vez de algunas canas. Pero el corazón de Remberto se resentía recorriendo los nuevos rumbos de la soledad y se dio cuenta de cuanta falta le hacían las peroratas de su mujer y la luz de sus ojos de ensueño. La muchacha lo dejó después de calmar las ansias que había confundido con el amor. Su hijo estaba abrazado con las angustias que sienten los corazones enamorados y la casa paterna le interesaba menos de lo que quisiera. Estaba entregado con abandono a las fuerzas del amor, al punto que había perdido la noción de la realidad y no pensaba más que en una muchacha lánguida que juraba como un marinero y que se transformaba en un huracán que lo consumía con una delicia sin remordimientos durante los retozos de la pasión.

Un sentimiento de soledad, frío y oprimente, empezó a roer el alma de Remberto. La soledad se le pareció al principio mucho a la libertad pero con el paso de los días notó que las cosas simples empezaban a molestarlo. Creyó que eran los primeros avisos de la vejez que estaba llegando a tomar lo que pronto le pertenecería, pero se extrañó cuando su gusto por la lectura se empezó a desvanecer. Al principio de manera imperceptible, pero después con la fuerza de un torrente incontenible. A pesar de que no encontraba placer en leer, seguía apegado a su hábito de toda la vida pero ahora buscaba lo que siempre le había atraido en los libros y que ahora le parecía extraviado. Llegó a creer que si leía sobre alguien, entonces el estaba viviendo no la vida propia sino la del protagonista pero contada por el autor. Una vida de tercera mano. Ya su alma no volaba contemplando un atardecer y el sonido del piano no le resultaba tan mágico. Ya no le emocionaban los aguaceros de cataclismo ni las noches en que las estrellas bajaban por el lomo del firmamento con su brillo único. Un tedio vital lo rodeaba. Pensaba que la vida que llevaba desde hacía algún tiempo había sido descrita a la perfección por el verso del poeta: andan días iguales persiguiéndose.

Un día se levantó y comprendió que no tenía motivos para seguir vivo. Y decidió morir en ese instante. Lo único que le faltaba, pensó, era dejar de respirar.

Como ya estaba muerto no le importó tomarse un tiempo para pensar cuál sería la forma en que se iba a suicidar. El asunto nada tenía que ver con vengarse de alguien y menos de su familia, así que no había para que hacer sufrir a los que amaba. Determinó que algunos comentarios en el momento adecuado harían caer en la cuenta a su esposa y a su hijo de que con su muerte no tenían por qué sentirse culpables y que era Remberto por su propia voluntad y sin dejar heridas abiertas, quien había tomado una decisión madura y bien pensada. Con una habilidad de orfebre fue dejando aquí y allá frases que pudieran interpretarse después de su deceso como una muestra clara de que lo mejor era haberse muerto. Lo hizo con tanto cuidado que nadie sospechó nada.

Se dio a pensar en la forma en que dejaría de respirar. Al principio le parecía que había muchas, pero pronto descubrió que quería suicidarse sin sufrimiento físico. Imaginó la escena de mil distintas formas y le pareció sorprendente que la primera que hubiera llegado a su cabeza fuera la del ahogamiento. Se vio a si mismo haciéndose nudos en sus piernas a las que ataba unos pesos enormes. Alistaba la maniobra en un puente, de noche, y se dejaba caer al agua mientras su propio peso arrastraba los lastres que lo mantendrían en el fondo. Bajaba en forma vertiginosa mientras la presión del agua en la profundidad le hacía doler los oídos. Se veía luchando por deshacer los nudos. Sentía que el agua le llenaba los pulmones cuando por fin no podía resistir más tiempo sin respirar. Se imaginaba la desesperación que sentía y por último podía ver su cadáver amarrado a los pesos en el fondo del agua, con sus brazos levantados como dirigiendo una orquesta sumergida, siendo mordisqueado primero por pequeños peces y días después siendo comido por los carroñeros de las profundidades. Desechó el ahogamiento por varias razones, pero la principal fue por que creía que para hacer menos daño a los que quedaban era necesario que pudieran enterrar su cadáver y llorarlo algún tiempo. Y con él en el fondo del agua no tendrían ese consuelo.

La forma simple y con frecuencia usada de desencajarse un tiro en la sien no le atraía. Nunca le habían gustado las armas y menos las de fuego y le pareció que si se pegaba un tiro habría mucha sangre, mucho ruido, pero ante todo un olor a pólvora que no le gustaba en absoluto tal vez porque le recordaba los días negros del servicio militar. Pero era sobre todo la imagen de los sesos esparcidos por todos lados lo que le hizo descartar ese método. Ahorcarse no dejaría sangre pero había leído que la agonía era larga. Descolgar a un ahorcado marcaría la vida de quien lo hiciera y no quería cargar en el otro mundo con culpas que podía evitar. Buscó entonces otras posibilidades. Los venenos le atraían sobre todo por su carácter exótico y de misterio. No sabía si sería fácil o no encontrar un veneno adecuado, pero esto sólo hacía más interesante el asunto. Pero existía el inconveniente de que después de ejecutar el envenenamiento su familia podría verse involucrada en un caso de asesinato. De la policía se podía esperar cualquier cosa, menos que dieran con la verdad sin complicaciones de un suicido premeditado.

Pasó varios días analizando los caminos hacia la muerte y cuando se entusiasmaba con uno, reconstruía hasta la saciedad la escena de su muerte física. Trataba de ser objetivo. Estudiaba los pros y los contras de cada método y fue desechando uno tras otro por encontrar este cruel, el otro doloroso, el de acá poco refinado y el de allá sangriento.

Por fin se quedó con dos métodos. El primero consistía en restringir con una leve presión de la mano la circulación de la sangre en las venas del cuello hasta hacer que el cerebro se fuera quedando sin oxígeno. Se imaginaba que se iba desconectando poco a poco y se empezaba a sumir en una especie de sueño que hacía imperceptible la partida. Había aprendido este sistema de su amigo quien durante su juventud había practicado yudo y le contó que esa era una de las técnicas de lucha que le habían enseñado.

El segundo método, que vio en una película, consistía en sumergirse en una bañera, cortarse la venas y esperar que el alma se saliera por ellas después de la sangre. En la película era Nerva quien se había suicidado de esta manera mientras Calígula le preguntaba excitado si veía a los dioses que lo recibirían. Nerva le contestó que no, pero a Remberto no le importó eso y le pareció que era un método con muy poco dolor, fácil de llevar a cabo, pero ante todo elegante. No recordaba a ningún Nerva famoso en los tiempos de Calígula y sí uno en los de Adriano, y sonrió para sus adentros, pensando en que muy pronto podría resolver su duda consultándole al mismo Nerva en caso de que le fuera posible visitar el cielo latino.

Dejó a un lado el sistema del yudo y escogió el día que sería su último.

Nunca fue mejor padre, mejor esposo, mejor amigo, mejor trabajador, que durante los días en que estaba muerto y planeaba la forma en que dejaría de respirar. Para Remberto el suicidio era una determinación por completo práctica que debía desarrollarse por la razón simple de que estaba muerto. Libre de las preocupaciones cotidianas por el hecho de hacer decidido que estaba sin vida, pudo apreciar con otros ojos el mundo que lo rodeaba. Así fue que su esposa, de quien estaba separado de hecho pero con quien vivía en la misma casa y diferente cama, le pareció ahora una mujer todavía inteligene y bonita con una capacidad enorme para el amor, pero con un miedo incontrolable a dejarse sacudir por sus euforias y sin la paciencia para aceptarlo a cucharadas, que era la única forma en que el sabía darlo. Su hijo, caminando con habilidad ahora por los vericuetos del amor, le confirmó lo que había sospechado siempre: que había sido un buen padre y que lo había preparado con suficiencia para enfrentar las cosas importantes de la vida. Su amigo, de una generosidad a toda prueba, le pareció un regalo inmerecido y durante los días de su muerte ambulante lo trató y lo quiso como a un hermano. De la noche a la mañana sus jefes en el trabajo recobraron el aspecto humano que con desespero se empeñaban en ocultar. Y la vida, por primera vez en mucho tiempo, le pareció digna de ser vivida, llena de cosas bellas, emocionante.

Pensó que el país de la muerte no era tan triste como la gente pensaba y que su forma de ver la vida desde que había muerto esa solo el primer efecto benéfico de su nuevo estado.

El día de su muerte física llegó casi con sorpresa y Remberto lo disfrutó sin nostalgias anticipadas. Llamó al trabajo y dijo que ese día no lo esperaran, que no se sentía del todo bien. Como era un trabajador excelente le dijeron que no se preocupara y que aprovechara el día para hacerse ver del médico. Por la mañana, en su cuarto, releyó con el placer de la primera vez los bellos capítulos de su libro favorito que contaban el discurso sobre las letras y las armas. Releyó con más amor que nunca el cantar de los cantares y se admiró una vez más con la magia de los versos del poeta que escribía oh vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose.

Su mujer y su hijo se sorprendieron cuando llegaron a la casa y lo encontraron a la hora del almuerzo tranquilo y sonriente. Les soltó con delicadeza la mentira piadosa de que a partir de ese día le habían adelantado las vacaciones y durante el almuerzo estuvo alegre y afectuoso con la simpatía que lo había caracterizado siempre pero que no se le veía desde hacía meses. Su familia lo atribuyó al inicio inesperado de las vacaciones. Durante la cena dijo que iba a hacer un viaje largo aprovechando los días de descanso y se las ingenió para pasar a otro tema sin dar detalles. Lo único que hizo que esa tarde no fuera perfecta, fue un extraño brillo en los ojos de su hijo. Remberto lo entendió como una premonisión que el muchacho no había sabido interpretar.

Del día señalado llegó la hora señalada. Dio las buenas noches y se encerró en su cuarto. Tal como lo había imaginado muchas veces, llenó la tina con agua tibia y se desnudó. Colocó el canon de re menor de Pachelbel, tomó un bisturí de cirujano que había comprado para romperse las venas y lo colocó al lado de la tina. Antes de meterse al agua lamentó que todos los días de su vida no hubieran sido como el último y suspiró. Se introdujo lentamente en el agua sintiendo en cada poro la tibieza del agua que lo envolvía. Pensó que morir era mucho más fácil que vivir y le pareció que era un pensamiento perfectamente adecuado a la situación. Miró el bisturí y estiró la mano para tomarlo. Pero se interrumpió cuando alguien toco a la puerta de su cuarto. Era su hijo que preguntaba si podían hablar. Le respondió que esperara un momento, que estaba en la tina. Salió de ella y un segundo suspiro se escapó de su pecho. Secó su cuerpo y se puso una toalla en la cintura. Abrió la puerta y encontró a su hijo con los ojos más brillantes que nunca mirándolo con una mezcla de emoción y alucinamiento. Se sentaron en la cama y el muchacho le contó sin preámbulos que iba a ser abuelo. Que la niña lánguida había quedado en embarazo y que ambos habían decidido que si nacía niño llamarían al bebé Remberto. Su hijo le dio un beso en la mejilla y salió de la habitación sin decir nada más, pero era evidente que el alma se le había salido por la boca.

Cuando estaba muriendo, Remberto hizo un recuento de su vida y tuvo que reconocer que las palabras de su hijo en esa noche extraña le habían llenado por completo el corazón y habían hecho de él un hombre feliz y reconciliado con la vida. Sintió que una paz completa lo envolvía. Se fue desvaneciendo poco a poco hasta que su cuerpo quedó inmóvil y comenzó a enfriarse. No hubo dolor. No hubo tristeza. Más bien un sentimiento de gozo y plenitud. Y así murió Remberto Tuluena. Veintisiete años, cuatro meses y once días después de la noche que había escogido para dejar de respirar.

Texto agregado el 22-08-2006, y leído por 167 visitantes. (0 votos)


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