CENIZAS

La noche fue generosa con sus excesos. Era miércoles. Nueve cuerpos reposaban desperdigados a todo lo largo y ancho del garaje. El par de calmantes le sentaron muy bien a pesar del asco que experimentó cuando sorbió el líquido restante del único vaso que permanecía de pie en toda la casa. No salía agua de ninguna de las tomas. La nevera estaba completamente vacía, nada más que luz, luz y tres pedestales de vidrio cada cual con una etiqueta que gritaba: “cristal templado”. ¡Benditas etiquetas! Es imposible huir de ellas. Lo dicen todo y no dicen nada. Podrían decir si usar o no cloro en tu camisa favorita, pero nunca dirán cuantas bocas han manchado de labial el floreado y rígido cuello. Se quitó los lentes de montura de pasta que usaba hasta para respirar y desmontó los anaqueles. Se introdujo en la caja ártica y cerró la puerta.

¿Cuántos días llevaban celebrando el fin de año? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Treinta días? Si su mente no fallaba, ese miércoles, miércoles de cenizas, se cumplían dos meses exactamente. ¡Increíble! La realidad debía ser desterrada de alguna manera, cada día, por lo menos durante una hora, por lo menos mientras durara una botella de whisky. Sacó del bolsillo de su camisa un trozo de tela negra: un antifaz. Si, como el del Zorro. Una mujer vestida de mariposa con sombrero de copa se lo regaló en las comparsas del lunes. Recordó erotizado los labios en su cuello y las manos hábiles rodeando su cabeza con la tela negra. Lástima que los redoblantes y los pitos, además de la bullaranga reinante no le dejaron escuchar el susurro que de esa boca carnosa salió. A partir de ese momento fue quien era en realidad. No necesito sus anteojos. Sintió con más fuerza la música calándole los huesos. Sintió su corazón latir a mil por segundo y la sangre caliente como lava recorriendo sus venas. Creyó estar en el ojo del huracán. ¡Vaya lunes! ¿Cuándo enloqueces en lunes?

Bailó sin cesar, cualquier ritmo que atravesaba sus oídos, por salvaje que fuese, era domado por los movimientos de su cuerpo. Nueve gatas, o eran mujeres -¿Qué sé yo?- danzaban a su alrededor atraídas por la fuerza de ese Dios enmascarado que misteriosamente se adueñó del bochinche. Los demás tipos maldecían su suerte. No era un Adonis ni tenía los músculos de un Hércules. Pero quién estaba detrás del antifaz, eso era lo atractivo, eso y el meneo cadencioso imaginado en horizontal. Nueve gatas, nueve mujeres fallecieron gustosas esa noche entre las sabanas no muy fragantes del Dios anónimo con camisa de flores. ¿Cómo era posible? Se preguntó, no entendía nada. El siempre fue así, no tan desbordado, pero siempre fue así. Por qué ahora todos podían ver la verdad oculta detrás de la máscara. Por qué sucumbían a la verdad tras la mentira. Aún maullaba una gata. Dejó las reflexiones para después.

El martes sucedió casi igual. Ocho ángeles y una diablita. Ah y un ojo morado por sobrepasarse con la reina del carnaval.

El frío de la nevera lo hizo despertar, reaccionar en todo caso. Hoy era miércoles y dentro de poco debía ir a la oficina. Mientras se bañaba un rayo tocó su cabeza: la ronca y dulce voz de la mariposa recobró su espacio, hizo presencia, “esta no es una máscara, es tu verdadero rostro. El rostro ante él que todos sucumben, él de la realidad”. Ese miércoles nadie dijo nada cuando el gerente con su flamante traje de lana importada y un antifaz negro como el del Zorro llegó a la oficina, sólo la recepcionista que llevaba unas alas de mariposa pegadas a su espalda se atrevió a sonreírle.