La calle se iba abriendo ante sus ojos que se encontraban marchitados por el sueño de una noche mal dormida. Mientras el sol jugaba una pulsea con las últimas estrellas que iban quedando de aquella noche oscura, el frió, le hizo recordar que la historia todavía no estaba escrita y que quedaba mucho por hacer.
Miró hacia su alrededor, y entre los rostros que los primeros rayos de aquel sol de otoño empezaban a alumbrar, reparó que aquellas figuras deformes con las cuales se había fundido durante la noche como si fueran una canción perfecta, no eran mas que sus viejos amigos de la infancia.
Estaba toda la vieja pandilla con la cual había compartido sus mas preciadas aventuras juveniles. Desde los pibes del olvidado potrero de la vuelta de la casa del Bocha, aquel baldío en el cual habían estado durante una semana a fuerza de pala y guadaña para poder abatir toda la maleza que irrespetuosamente interfería con los planes futboleros; hasta los muchachos con los cuales un par de años mas tardes, se juntarían alrededor de alguna canilla clandestina con bombitas y baldes de agua para empapar a alguna bella (y torpe) dama que no se había avivado de que andar por las tardes veraniegas vestida de blanco, era un de los mas preciados botines para cualquier joven que este jugando la carnaval.
Ahí estaban ellos, unidos nuevamente. Entre piedras y barricadas, entre gritos y gases. La historia los había vuelto a juntar.
El los miró a todos, cada uno era un recuerdo especial, una nota imprescindible de aquella canción que sin darse cuenta había empezado a componer. Al girar el rostro observó que la policía se preparaba nuevamente para reprimir. Volvió a avistar a sus amigos y una leve mueca dibujo el primer contorno de una sonrisa que se había percatado de que estaban jugando nuevamente.