Hace tres años, cuatro o tres días después de la muerte de Costilla, mi tía dejó en su cuaderno un escrito dedicado a su vida y obra, vida dedicada a la ciencia, sin pedir nada a cambio, y muerte producida por la anemia que unas garrapatas le dejaron. Había dos versiones del mismo, el primero en letra cursiva, de letra legible y fluida; el otro era la trascripción del mismo con letra despegada y menos estilizada. Siempre pensé que su letra cursiva le quedaba mejor. Con ese escrito concluía su cuaderno. Sin embargo, la trascripción nunca fue terminada completamente.
Conocí a Costi, cuando podía mirar de lejos a las visitas que llegaban; su mirada tranquila y movimientos seguros lo describían como un animal enfermo, pero el color de su pelo siempre estaba brillante y limpio; era de color café amarillento y blanco en su mayor parte. No tenía raza definida, y ni siquiera nos esforzábamos por investigar qué raza era, pues sus padres tenían tantos cruces que era como seis perros a la vez. Ese perro fue de los más queridos por mi tía, y en ese escrito logra explicar por qué lo quiso tanto, aunque todos veíamos su tristeza cuando visitaba su tumba, bajo de un aguacate ya grande que plantó en la finca.
Su historia comenzó siendo adulto, tal vez tres años. Paula, mi prima, tuvo que ir a zoonosis para adoptar un perro. Zoonosis es el nombre estilizado de perrera, y así se les borra un poco la mala fama que tienen los perreros por coger todos los perros que se les atraviesa en la calle. Son unos completos desalmados, aunque pueda considerárseles profesionales por el simple hecho de recibir paga por perro que atrapen. Los carros son grandes y están blindados: muchos los odiamos; cuando vemos carros negros y una sinfonía estridente y horrorosa sale del vagón trasero sabemos que es la perrera que viene a coger los perros de la cuadra, y en ese momento los vecinos salen con palos y piedras a sacar corriendo a esa gente. Me da más lástima por los trabajadores que por los mismos perros… al menos los últimos mueren después de tres días si nadie los quiere recoger, pero los primeros tienen que soportar una vida entera siendo verdugos odiados, sin ser siquiera amados por sus jefes o compañeros; su único refugio y consuelo es el dinero que recibe por la muerte de otros perros inocentes como ellos.
En ese contexto tan lamentable, entre aullidos, un gris muy frío que recorre pisos y barrotes de acero oxidado que se estrella con las celdas blancas y rojas de la sangre de perros golpeados e indefensos, Paula lloró cuando salía con Costilla de la perrera, sabiendo que muy pocos logran salir con vida de allí, y que ese pequeñito tampoco tendría un futuro pacífico pues sería víctima de los experimentos de veterinarios practicantes. Le hubiera gustado salir de allí con más perros en las manos, para darlos en adopción, tanto perros finos como chandosos, finalmente ambos pueden llegar a ser buenos amigos sin tener en cuenta su precio.
Con el equipo de compañeros reunidos alrededor de la mesa de cirugía comenzaron a diseccionar a Costi. Estando limpio y fresco después de un rico baño y una afeitada por las regiones que serían abiertas el escalpelo fue haciéndose paso entre el pelo, la piel, el músculo, la carne viva, la razón sedada. Le removieron un riñón, cortaron segmentos del intestino y cosieron. Luego de algunos días quitaron los puntos e hicieron transplante de órganos, algunas vísceras e incluso el oído. Cosieron y descosieron nuevamente para seguir experimentando a lo largo de algunas semanas la reacción que tiene un perro vivo cuando se le extraen los órganos. No es para nada divertido, profesores, estudiantes y animales lo saben, pero sigue ocurriendo muy a menudo. Una vez el experimento terminó y las conclusiones eran redactadas en informes, Costi se desangraba en la camilla, sin que a nadie le importara.
Ya en la finca, Costi llegaba convertido en un Frankenstein canino, sólo que sin fuerzas para destruir ni odio qué expresar, como otra víctima más de la ciencia. Días de suero y antibióticos, caldos de costilla e intravenosas fueron reanimándolo, hasta que podía mover la cola. Durante ese proceso mi tía se fue encariñando con Costi. Era ella quien lo cuidaba, le hablaba, le servía de compañía y hacía expresar los más sinceros sentimientos de compasión por una criatura viva. Con el tiempo se fue recuperando, y era un excelente cazador de ratones. Era extrañamente manso: nunca escuché que haya estado involucrado en peleas con otros perros, tal vez apreciaba mucho su vida, que había estado varias veces en peligro, y no veía necesario pelear por cosas tan pequeñas como unos cuantos granos de concentrado, para eso había suficientes ratones en el monte.
Costi se hizo amigo de mi tía aunque tenía otros muchos perros en su finca. Una vez alcancé a contar veintitrés. Pero entre tantos perros que la rodeaban y compartían su cariño, había cierta afinidad entre este par. La acompañaba más tiempo que mi misma prima, y pasar tanto tiempo juntos va creando lazos muy fuertes. En ese escrito, al final del cuaderno, iba mucha carga sentimental, se percibía entre líneas, como un recordatorio de quien fue el mejor amigo en momentos de extrema soledad. Se complementaron mientras pudieron, mientras el tiempo y la buena salud permitieron, no fue tanto el dinero o la paga lo que afianzó su amistad, sino la alegría de compartir momentos necesarios, sin fraude ni decepción.
La imagino escribiendo esas líneas mirando entre el portón que da al patio los nevados en el horizonte como otros solitarios lejanos, pero feliz por haber contado por un par de años la compañía de un amigo fiel. Después no era más que otro nevado más en el paisaje.
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