Voy abriendo mis ojos y una extraña risa calmada me va despertando, aunque afuera de la carpa todavía llueve y el aroma del río Bogotá, rebotado como está, nos obliga a arroparnos y olvidar que es miércoles. Ahora que estoy bien despierta recuerdo con mucha risa por qué estoy acostada todavía, por qué mi camisa de pijama está muy mojada y secándose a mi lado, y qué fue lo último que soñé: era algo agradable, creo que estaba en un estadio de fútbol y había poca gente en las gradas.
Ahora mi hermana me grita que me levante, el desayuno ya está servido. Tomo mi cobija y me cubro, no por el frío pues estamos en clima templado, mi camisa sigue mojada. Salgo de la carpa con mis chanclas, mojadas, llenas de barro y hojitas secas, paso con cuidado por encima de algunas guayabas podridas y otras tumbadas por la lluvia de anoche, aunque pensándolo bien es muy mala idea acampar debajo de un árbol en época de tormentas y fuertes lluvias: podría caernos un rayo encima. Corro para no mojarme mucho, paso con un salto sobre un pequeño arrollo que marca la mitad del patio de la casa de mi tía y me apresuro porque siempre pienso que una rata muy grande sale después que paso la quebradita y me persigue hasta que llego a las escaleras. Desde la puerta verde pálida enferma me asomo a las montañas y sólo veo niebla, entre ella las siluetas de los árboles que tanto quiero.
Dejo las chanclas en la puerta a que escurran el barro que recogí y al sacudir la cobija salpico a mi hermana. Ya no me sorprende ver a mi hermana molesta, pero después de un rato y otro y otro más, se vuelve molesto así que también me molesta que me regañe por todo y la trato mal. De inmediato me siento mal y me disculpo, la rata esa a lo menos me hizo desayuno. Todavía tengo sueño, pienso en voz alta, y al momento mi hermana con ojos brillantes saca un pedazo de la envoltura plástica de algún electrodoméstico, plana y rígida, y me explica que en uno de sus sueños se le reveló la manera de abrir la pieza de la que no teníamos llave.
Con medio pan en la boca, el huevo a medio comer sobre el plato y la cuchara dentro de la taza de chocolate entré a la pieza de mi tía. Debí ponerme zapatos, estaba muy sucio allí dentro. La cama contaba con un toldillo, aunque no podía diferenciarlo de la gigantesca telaraña que cubría el crucifijo en la pared, el televisor y una parte del armario. Había varios libros apilados a un lado de la cama, algunos ya los había leído y otros tan sólo ojeado cuando mi tía estaba presente, y entre ellos, periódicos viejos. Todo olía a moho, y se veía una desagradable capa de mugre, no era polvo, era mugre pegado y concentrado. Era tan interesante estar allí dentro, había muchos objetos que sabía le pertenecían a mi tía pero no conocía ni su historia, el por qué conservaba aún muñecos viejos y dañados pero organizados en su sitio, ni su necesidad o relevancia en su vida. Era una historia muda esa pieza, tan muda que me cansé de tratar de adivinar un pasado mugroso sin la agradable voz de mi tía, con quien hasta el basurero más lleno de chulos parece un basurero con menos basura y más palomas. Porque mi tía hace de ese mugrero su casa, y se ha acostumbrado a él, a la vez que se nos ha hecho familiar ese gusto por el desorden o simple descuido despreocupado.
De la mesa de noche mi hermana sacó un cuaderno forrado, en la carátula un búho explicaba la lección de matemáticas en el tablero y una osita dormía plácidamente en su pupitre, sus zzz que auguran sueño caían y descansaban sobre el suelo: esa imagen me hacía tan feliz y me sentía representada en esa osa. Dentro había un diario, del último año de clases que mi tía enseñó. Allí tomé el cuaderno, me acabé el desayuno afuera y comencé a leer el cuaderno. Tenía muy linda letra y, a su vez, el sol despuntaba por encima de las nubes.
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