Después de muchísimo tiempo hoy empiezo mi tratamiento.
Han sido siete años de constante preocupación por mi peso, de miedos, angustias, desprecios, sufrimiento, obsesión por cada gramo de alimento que entraba en contacto con mi paladar, de lágrimas, mentiras, debilidad, miles de insultos y otras tantas mutilaciones físicas hacía mí misma.
Soy consciente de que aquí no termina la tortura. Qué aún he de luchar y caer mil veces más, pero estoy dispuesta a hacer frente a todas las trabas que harán el camino mucho más complicado. Sin embargo, seré capaz de superarlas, como todas las que he vencido hasta el momento.
También sé que muchos no me comprenderán, tampoco pido que lo hagan. Posiblemente esos se alejen de mí cuando, en un momento de debilidad, deje escapar mis miedos y problemas, pero sé bien que si antes pude continuar levantándome sin ellos, ahora también seré capaz de hacerlo. Para seguir seguiré contando con el apoyo de la gente que me quiere y que jamás me dejaron atrás, aunque no siempre sepan entenderme.
No ha sido fácil seguir a mi lado en muchos momentos. Instantes en que mi interés por todo y todos dejó de estar presente y mi único pensamiento se centraba en la comida y en esa reclusión en soledad donde solo era capaz de llorar, esconderme y darme lástima de mí misma, de lo bajo que había caído. No dejaba que nadie penetrara en ese mundo. Yo, solo yo era la culpable, nadie más debía saber lo que me estaba pasando.
Muchos fueron despegándose de mi vida poco a poco conforme Laura se convirtió en alguien totalmente ajeno a lo que ellos conocían. Dejaron de formar parte de mi vida. Yo, aislada en mi “mundo sideral”, no supe adelantarme a los acontecimientos hasta que ya fue tarde. Entonces ya no tenía fuerzas ni ánimos para recuperarlas.
Perdí a personas esenciales en mi vida. Personas que no entendían y cuando quise poner fin a esto y explicar lo que me estaba pasando ellas ya no estaban dispuestos a escuchar.
Aún así, hubo otras entes que no me dejaron, que siguieron a mi lado (cerquita o lejos) permitiéndome una sonrisa las pocas veces que me abría a ellas y permitía que sus manos se cogieran a las mías para devolverme a la realidad. Pueden ser contados con los dedos de una mano.
Mi familia, que no entendía nada… Mi hermana, mi madre y Ana fueron mis salvadoras, sin lugar a dudas. Ellas supieron arropar mis lágrimas cuando no era capaz de esconderlas, escucharon a través de mis silencios, perdonaron mis mil subidas de tono, los desprecios, las malas caras, mis fracasos… Lloraron a mi lado aún sin lágrimas, me dijeron las verdades y esas palabras de ánimo, apoyo y cariño, tales como mil besitos, mimos y abrazos sinceros.
Permanecieron con esa Lorena que había creado. Y fueron capaces de recuperar parte de la anterior. Jamás podré agradecer toda su paciencia para soportar mi día a día, y mis complejas enfermedades que teñían de gris mundo, y lo hacían insostenible.
Las quiero tanto…
Mi madre, mi fiel heroína que sin entender sigue a mi lado. Que siempre ha perdonado TODO. Ese sufrimiento, que ha sido demasiado. Daría mi vida por sentir su felicidad plena. Nadie la merece más que ella.
Pasaron (algunas solo de paso) por mi vida personas que pusieron en mi existencia algunas sonrisas y otras tantas lágrimas de más. Desaparecían y volvían a su antojo.
Ellas no se paraban a preguntar, ni escuchaban mis gritos silenciados, simplemente me hacían más llevadero el camino… o lo complicaban aún más.
Mis mejores meses fueron al conocer a Azul. Ella sabía llenar el vacío, que yo intentaba llenar hasta entonces con comida, y tenía esas enormes y preciosas alas que ayudaron a las mías, ya rotas.
Volví a cuidarme, dejé a un lado mis temores y me uní a su vida.
Bonitos momentos que quedaron truncados por la crueldad del destino y una vida llena de errores. Una experiencia única. Irrepetible.
Más tarde aparecieron mis fantasmas a través de la pantalla del ordenador. Niños y niñas que aparecían a su antojo, que leían lo que era capaz de contar. Que me animaban, apoyaban y sabían comprender, porque ellos también estaban o habían pasado por situaciones similares.
Mi arma de doble filo. Mil gritos lanzados al ciberespacio.
Entre todos, mis niños: Rubén, Davinia, Nani, Ana, Hari, Yara, Vero, Lorena… Y una personita doblemente especial: Arduina. Con quién comparto una amistad verdadera. Nos apoyamos, reímos, hablamos, lloramos a través de los mensajes, el ordenador, las cartas, el hilo telefónico. Sabemos trasmitir lo que llevamos dentro, dejarlo salir para crear juntas todas las risas y las mil sonrisas, los abrazos y alientos. Mi chiquitina.
Y entre ellos, mis Dulces… Otro gran apoyo. Mi asociación y los cientos de amigos por toda España. Muchos ya con rostros conocidos.
Los más especiales: Juan y Chus. Abrazos, millones de sonrisas, cuatro manos donde cogerse para no caer jamás. Protegiéndome de cualquier cosa. Ayudándome a seguir caminando con la sonrisa vital y alegre de Chus, y con el apoyo de Juan.
En los últimos meses, mi amiga Irene entré de lleno en mi vida. Comenzamos a salir juntas a menudo y supo entender mis problemas, apoyándome y guardando silencio conmigo. Con ella sentí el cariño de una amistad que comenzaba y me ayudaría a entender que necesitaba a alguien en quién confiar para abrirme al mundo, que no era bueno callárselo todo. Ella sabía estar en contacto conmigo y hacerme sentir apreciada. Ana seguía a mi lado, junto a nuestro pequeño círculo de amigos, que poco a poco se hacía más grande.
Pero yo solo me abrí a tres de mis niñas: Ana e Irene eran mis confidentes. También estaba Raquel, a la que también aprecio muchísimo. Ellas saben escuchar sin juzgar y son la razón por la que yo seguía en pie y era capaz de volver a salir a la calle cogidas de sus manos, protegiéndome de todos mis miedos.
El fracaso evidente en mis estudios me hizo despreciarme y machacarme mucho más. Mi falta de concentración y fuerzas se habían esfumado. Me sentía frágil, lloraba a menudo y no quería que nadie me viera con ese aspecto.
Pero yo quería salir de todo eso, deseaba volver a quererme, necesitaba ponerme bien y seguir con mi vida, porque me di cuenta que eso no era vivir. Ya me había quitado demasiados años, demasiadas lágrimas, demasiados amigos…
Me apunté a varios talleres, donde realizar actividades que hacía mucho tiempo que no practicaba y de paso, hacer amigos. Comenzó una nueva etapa en mi vida.
También hice un curso de psicología, donde me abrí de inmediato, dado el cariño con que me acogieron. El psicólogo que impartía la actividad escuchó lo que tenía que dejar salir y le conté mi problema.
Ya no hubo marcha atrás. Y se lo conté a mi endocrina.
Pasé por varias consultas más. Varios hospitales. Contando con pudores mis problemas. Hasta que di con el lugar idóneo, donde me ayudarán a poner fin a mi maleficio de brujas malvadas.
Mirando atrás soy consciente de que he avanzado mucho, pero que también he retrocedido. Mi mayor fallo fue dejar la insulina y caer tan bajo… Tocar tan hondo.
El peor momento de mi enfermedad no fueron los ingresos, las cetoacidosis, los ayunos, las hipo-hiperglucemias constantes, las comilonas, aguantar mientras tenía que comer con los demás, el ejercicio hasta acabar exhausta, el dejar la insulina, las mentiras, las excusas, los dolores, los mareos, el constante miedo, el cansancio…
Si no la época en que vomitaba… el atracón-vómito se convirtió en algo habitual que no era capaz de dejar. El pánico a ser descubierta, como un persistente sabor metálico en la boca, que jamás desaparecía: comiera o no, vomitara o no. La vergüenza. Los espejos que se convirtieron en mis verdaderos enemigos, que me perseguían. Los temblores al subir a la báscula y comprobar que había engordado varios quilos. Las miradas de los demás, que me hacían odiarme cada vez más. Defraudar a mi familia. Y las pérdidas… mi mejor amiga María. Es lo que más duele.
Hoy estoy aquí, volviendo a contar mi historia. Esta vez debo lograrlo, quiero ser feliz. Lo merezco.
Quiero simplemente: Una oportunidad.
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