He tratado de apedrear y al momento de recoger la piedra para atinar en el centro mismo de lo que he considerado como un pecaminoso blanco, me ha acometido una serie de sensaciones extrañas, mi mano ha temblado, he sentido que me empequeñezco, que soy un ser inconsecuente que divaga y avanza en un mundo sombrío en el que, lo menos que se atisban son claridades absolutas. Mi garganta se ha quedado temblorosa, tratando de sofocar un grito de perdón, me he visto reflejado en ese blanco pecaminoso que ahora no relumbra con el destello furioso que recién me enardecía. Me siento débil, falible y mis piernas ya no son capaces de soportar el peso de mi cuerpo. Cierro mis ojos aterrado y cuando los abro, me veo en medio del pedregal, atado de pies y manos, esperando la granizada de proyectiles que buscarán lavar la afrenta. Soy pecador, peco en estos momentos de arrogancia, de desprecio, de poca humanidad.
He despertado de improviso a la realidad, no hay pecadores frente a mí, sino muchos seres desesperados buscando una respuesta a sus aguijoneantes inquietudes. Me doy media vuelta y camino con paso quedo en medio de ese jardín desmalezado que es la verdadera virtud, la de ser sobre todo generoso con el que nos rodea y ecuánime y justo con el que titubea. Esto que escribo sólo son las palabras que me dicta la reflexión. Estamos destinados a ser grandes, sólo que a veces nos cuesta elevar el vuelo por el lastre de nuestros propios prejuicios…
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