Su cara era redonda y su cabello, cuando estaba alborotado, me volvía loco. Guardaba varias fotografías de ella; unas eran de varios años atrás y otras más recientes, pero seguía siendo igual de hermosa. Parecía que el tiempo no hubiera transcurrido para Marina.
Se acercaba, de lejos aún, a las cuatro décadas. Su sangre hervía por naturaleza y eso se dejaba notar en los momentos de alteración o cuando la felicidad rebasaba los límites.
Dos hermosos niños la hacían desvivirse en cada instante por ellos; me sentía orgulloso de que fuera así la mujer que empecé a amar un día bien entrada la primavera.
Tenía una voz, que al igual que su cabello alborotado, la locura por oírla cada día de la semana, distraía mis pensamientos y mis labores cotidianas. Cuando se reía, mi cuerpo notaba un escalofrío, sentía recorrer por él sus manos, y sus labios rozar los míos fundidos en un abrazo mutuo, donde los dos, desearíamos quedarnos así toda una eternidad.
Yo la amaba con locura. Sólo estaba para ella; no había nada más importante para mí que amarla. No veía otra cosa que su cara. Deseaba estar siempre a su lado, cambiar mi vida por ella, de hecho ya empezó a cambiar desde el primer día que empecé a amarla.
Marina me quería, me amaba también, tanto como yo a ella.
Así estuvimos más de siete u ocho meses, no recuerdo exactamente, hasta que algo cambió por completo nuestros sentimientos. Yo jamás dejé de amarla; ella, no sé si se olvidó de amarme, a veces creo que sí. Quizás fue nada más un juego entre adultos, un rato pasajero, de aquellos que igual que llegan así se van, si decir nada. Para mí, fue algo más que un juego, quise como nunca había querido y amé con toda mi alma.
El tiempo borra las cosas, los malos momentos, puede que hasta el amor que un día existió entre dos personas, pero yo jamás borraré de mi corazón a Marina.
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®Manuel Muñoz García-22-2-03
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