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FIERAS


Desde la ventanilla del colectivo Aníbal pasaba revista a la rutina de la mañana. Realizar esa inspección era el único método que le permitía soslayar el tedio de un viaje monótono pero necesario que todos los pasajeros toleraban como una fracción más de lo que debía acontecer. Pero, en realidad Aníbal detestaba esa tiranía. ¿ por qué la existencia transcurría así, y no de otra manera?. Siempre le había intrigado la naturaleza de la realidad; desde niño se había entretenido con la espeluznante posibilidad de que la "realidad" sólo fuera una convención admitida por una legión de necios que disfrazaban la enorme cantidad de dimensiones posibles bajo la unívoca máscara del realismo. Meditar sobre la verosimilitud de su hipótesis le absorbió tanto que dejó de lado todo pensamiento ajeno a su cavilación. La ciudad y su ominoso calor, el vago murmullo en que se había convertido la charla de sus compañeros de viaje, incluso la edulcorada música que impregnaba la pequeña atmósfera del vehículo. Todo eso perdió espesor y sustancia cuando volvió a abrir los ojos, y advirtió que algo le había ocurrido a su percepción de las cosas...
Andrea nunca había dialogado con Aníbal, pero se había percatado de su existencia pues la casualidad insistía en aproximar sus caminos. Y aunque no se había animado a definir la medida de su interés por él, reconoció que la rareza de su aspecto justificaba su curiosidad. Desde su perspectiva aquel tipo poseía una especie de comercio con la oscuridad Era demasiado singular para los parámetros locales, y también para su propia idiosincrasia personal. Su agresiva apariencia así lo denotaba. Cabellos largos y sin peinar, semblante aguileño y prominente, mirada sesgada y rapaz. Todo ello reunido en un cuerpo enjuto que parecía reclamar un lugar en medio de la sobrepoblada platea del vehículo. Pero lo que más le llamaba la atención era la sarcástica calavera que Aníbal ostentaba sobre su camiseta, aquel ceñudo cráneo parecía encarar a todo aquel que se atreviera a mirarla de frente. Sin duda su vecino de asiento era dueño de una personalidad demasiado extravagante...
De improviso Aníbal se encontró rodeado por un ejército de rostros inhumanos. Parecía como si el decorado de la realidad se hubiera desprendido de las paredes del espacio Aquella aglomeración de seres emanaban una lívida luz que les confería un aspecto llameante y sobrenatural El era el único ser humano presente en medio de aquel bestiario cuya procedencia ignoraba. ¿Serían alíenigenas? Eso se preguntaba cuando una de aquellas criaturas decidió fijar su atención en él...
Andrea había percibido el horror en los ojos de Aníbal, y cómo sus patéticos esfuerzos por huir habían atraído la atención de todos. Esa fue suficiente evidencia para presumir que su vecino estaba sufriendo el asalto de una poderosa fuerza psíquica que propiciaba recuerdos completamente inasequibles para el resto. La presencia de esa verborrea permitía deducir que el sujeto era víctima de una terrible alucinación...
La joven bestezuela le había hablado. ¿ acaso eso demostraba que era accesible, para estas criaturas, el uso de la palabra? Por la entonación de la fraseología de la bestezuela, que aparecía circundada por un intenso halo azul, Aníbal comprendió que pretendía tranquilizarlo. Esa actitud amistosa casi desarmó su aversión inicial, y por un instante no supo qué hacer. Enfrentarse con aquella realidad furtiva era como despojar de su piel al vasto leviatán humano, para quedarse con la roja visión de un cuerpo desollado, y verdaderamente desnudo. La dimensión de aquella verdad sobrepasaba su capacidad de asimilación. Atribulado por semejante desfase, Aníbal decidió saltar del vehículo. Entonces abrió la puerta corrediza y ...
Andrea, asistida en su esfuerzo por otros pasajeros, asió con firmeza el brazo del perturbado Aníbal y le espetó que se mantuviera quieto, que nadie pretendía hacerle daño. Mientras Aníbal vociferaba que jamás permitiría que aquellas bestias lo tocaran. El consecuente escándalo obligó al chofer a detener el vehículo hasta que la situación se aquietase. Entre tanto Andrea comprendió que solo el diálogo era la vía para extraer a Aníbal del extraño universo que había brotado en su interior...
Las fieras vociferaban. Algunas argumentaban iracundas que deberían deshacerse de él por el camino más directo. Desde afuera le llegaba el bullicio de una urbe que se regía por un ley extraña para él.No, no podía tildar de "urbe" a esa aldea de bestias. Había empleado el término para figurarse un imagen habitual para los de su especie, el de la mutua convivencia en un espacio arbitrado por el interés común . En contraste, aquí una joven bestia señoreaba un territorio que aumentaba o decrecía según la fuerza predatoria que el espécimen en cuestión pudiera desplegar para mantener su espacio vital.Obviamente cuando el individuo envejecía quedaba totalmente inerme ante la codicia de los más jóvenes, que apenas lo vieran desfallecer se apresurarían en despojarlo de todo. Y si aquel era el procedimiento habitual para eliminar de su "sociedad" a los menos dotados, era sencillo imaginar que su situación se asemejaba mucho a la de aquellos ancianos desdentados. Pero aún él era un completo apartida en un mundo de seres físicamente superiores que no temían a la visión de lo violento. Aquí toda la parafernalia que vestía carecía del impacto que tenía en el Planeta del Hombre. Inerme, pero no resignado, advirtió, mientras seguían zarandeándolo, cómo una altiva pareja de fieras, tocadas con algo vagamente parecido a un quepí, se aproximaban...
Andrea intentó, muchas veces, colocar la palma de su mano sobre la frente de Aníbal, pero casi siempre éste frustró sus intenciones. Fue necesaria la intervención de muchos brazos para mantenerlo quieto.Sólo cuando estuvo bien sujetado Andrea se animó a iniciar el rito de la catarsis . Unas cuantas preguntas bien dirigidas fueron la llave que le permitió en los recuerdos de Aníbal, pero no fue sencillo, la mente del sujeto estaba envuelta, por así decirlo, por una espesa telaraña de temas conexos que desviaban la pauta del análisis. Sólo cuando la conversación derivó en un tópico referido a los animales domésticos, consiguió una pista que iluminó el paisaje de la visión que había atrapado a Aníbal, Sucedía que Aníbal temía a los perros . Su proximidad, su contacto le producía un miedo imposible de controlar. Ya adulto, semejante temor había devenido en un fenómeno histérico que se manifestaba en visiones de carácter zoomórfico...
Aquella terapia tuvo la virtud de ubicarlo nuevamente dentro de la realidad que había olvidado. De golpe aquel mundo que le agobiaba se perdió entre las fauces de lo cotidiano. La ciudad reaparecía, ante Aníbal, cubierta con sus atributos de siempre: pequeña, modesta y tórrida. La lluvia que había caído la noche anterior consiguió anegar unas cuantas calles delCercado, pero en general el viejo pueblo de adobe había resistido el ataque del agua. Si, realmente no tenía nada que temer. Las fieras se habían marchado metiendose en la piel de un caluroso día de marzo, de remate una espléndida muchacha, a la que había unas cuantas veces , y que le sonreía bondadosamente. Pero no tenía tiempo para los detalles, un viejo deber ahora recordado le indujo a descender del colectivo. Detrás de las ventanillas el resto de los pasajeros le contemplaban con suma curiosidad. Antes había sido un desinhibido ser,ahora era un peatón más. Sin embargo algo había cambiado en su interior, ahora sabía que aquel país de bestias no precisaba sustituir el cosmos cotidiano, pues era su propia esencia . Un elocuente vistazo al tugurizado mercado de la ciudad refrendó su estimación. Entonces le asaltó el brusco deseo de fumarse un cigarrillo, ágilmente extrajó uno de su bolsillo, y lo colocó entre sus labios para encenderlo rápidamente. Era el clásico rito del solitario, del antihéroe que enfrentaba la ostensible silueta del enemigo con displicencia. Luego aspiró con gozo el acre sabor del tabaco, antes de lanzar una poderosa bocanada que, por un rato, creó una espesa niebla que brevemente ocultó todo .Una vez disipado el humo arrojó la colilla hacia cualquier parte de aquella avenida repleta de voces que pugnaban por hacerse oír. Y Aníbal decidió extraviarse entre el gentío que salía del mercado ,con el compungido semblante del combatiente que se ha rendido. A su alrededor la tarde continuaba su marcha.

Ruben Mesias Cornejo

Texto agregado el 15-01-2004, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


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