Se mirara por donde se mirase, las calles principales del centro de la ciudad estaban atestadas de gente. Unos se amontonaban en las estrechas veredas tras los soldados y policías que las acordonaban; otros formaban nutridos y ruidosos grupos en las esquinas y en los baldíos próximos. De balcones y terrazas se asomaban las damas de la sociedad porteña luciendo finas mantillas, sacos de seda y gigantescos peinetones de carey, por ese entonces de moda. A nivel del suelo, haciendo contraste con tales prendas, un corrillo de lavanderas de delantal blanco, morenas y corpulentas, parloteaba sin parar, mientras soltaba, de tanto en tanto, estruendosas carcajadas. Los más, iban y venían por la calle en actitud de impaciente espera. Un sol brillante y tibio iluminaba la escena ciudadana de aquel otoñal lunes 13 de abril de 1835 en la bulliciosa Buenos Aires, engalanada, como nunca, para la fiesta popular.
En las cuadras aledañas a la Plaza, las casas lucían, en sus puertas y ventanas, tapizados realizados con colchas de color damasco, amarillo y rojo. Los postes y mástiles estaban forrados con ramas de laurel y de sauce y el empedrado del pavimento había sido cubierto con ramilletes de hinojo. En la esquina del Cabildo se había montado un imponente arco de triunfo compuesto con farolitos de papel, ramos de flores y banderines multicolores; el sugestivo dibujo de una pira encendida colgaba del ornamento. De los capiteles que coronan las doce sobrias columnas de la Catedral, pendían sendos lienzos pintados con motivos cívicos, del tipo de los que se exhibían durante los festejos patrios.
La Pirámide, adornada con banderas argentinas reunidas en haces y con guirnaldas desplegadas entre la punta y los pilares de su entorno, se destacaba en el extremo occidental del espacio abierto, en proximidades de los arcos del Cabildo. En las antípodas, cruzando la vieja recova que dividía antiguamente la Plaza de la Victoria de la 25 de Mayo, se alzaba la mole gris del Fuerte, cuya adusta empalizada aparecía disimulada alegremente por grandes ilustraciones estampadas en papel y en tela que servían de marco al gigantesco retrato del gobernador que podía apreciarse desde todos los rincones del paseo.
Los vendedores ambulantes, incansables, voceaban su oferta de cintas rojas y blancas, cucardas, aguardiente, vino carlón, pan con chicharrones y empanadas. Recorrían con sus bandejas y carritos, una y otra vez, las pocas cuadras que separaban el por entonces flamante edificio de la Legislatura porteña del centro histórico, y a éste de la barranca, donde también había gente esperando, parada o sentada sobre las piedras y el pasto. Las escasas naves ancladas en el Río de la Plata, frente a la ciudad, mostraban su velamen a pleno mientras se bamboleaban suavemente.
Las tropas de línea, con soldados a pie y a caballo, formaban un largo corredor bordeando el perímetro de la plaza, cordón marcial que sólo se discontinuaba, en un par de esquinas, con los coloridos uniformes de los efectivos de la banda del Regimiento Patricios que ejecutaba sus instrumentos musicales con gran fruición.
En el extremo norte de la fortaleza, donde comenzaba la Alameda costanera, se veía un abigarrado contingente de gauchos ecuestres portadores de estandartes federales, luciendo cintas color punzó en sus chambergos, chaquetas y ponchos. Más atrás, yendo hacia el ancho estuario, un pelotón de indios borogas, semidesnudos, descalzos y sucios, custodiado por lanceros del ejército de frontera, miraba para todas partes sin moverse del lugar que le habían asignado, más bien distante del escenario principal.
En un momento determinado, el moderado bullicio se convirtió en un ensordecedor griterío, mientras la banda de música arremetía con los compases de una conocida marcha y, a lo lejos, sonaba una salva de cañonazos proveniente de los barcos surtos en el puerto. Por la calle lindera al ala sur del Cabildo, un tumulto de gente venía precediendo al carruaje oficial que, doblando la esquina del Mercado, apareció majestuoso rumbo al medio de la plaza. Una estridente pandilla de niños corrió a su encuentro; las tropas se alinearon al unísono; las damas -las de abolengo y las de suburbio- agitaban sus pañuelos y arrojaban flores vivando a voz en cuello, mientras que los caballeros, tanto los de levita, como los orilleros y los de campo adentro, enarbolaron jubilosos sus sombreros.
Cuando la carroza cruzó la galería exterior del Cabildo, colocándose a la altura del imponente frontispicio catedralicio, pudo apreciarse la escena completa: unos veinte muchachones, uniformados con camisa y pantalón azul oscuro y chalecos encarnados, habían desatado los caballos del coche, reemplazaron los tiros con un grueso cordón colorado y arrastraban manualmente el vehículo en dirección al Fuerte. “Son los mazorqueros de la Sociedad Popular Restauradora” –musitaron algunos espectadores a su paso.
Juan Manuel de Rosas, con impecable uniforme militar de gala de entorchados dorados, desde la ventanita del carruaje observaba complacido la demostración de fervor popular que el pueblo de Buenos Aires realizaba en su homenaje. Acababa de ser ungido, nuevamente, gobernador de la provincia de Buenos Aires. Esta vez el triunfo de su partido había sido completo. La Sala de Representantes le concedió “la suma del poder público”, privilegio que él había requerido como condición sine qua non para aceptar el estratégico cargo. Será ésta la última decisión soberana que habría de tomar el referido cuerpo legislativo, el cual, al ceder a Rosas atribuciones que le eran inherentes, se auto-anuló por muchos años. Lo mismo pasó con los jueces, convertidos desde ese día en meros escribientes al servicio del obsesivo celo burocrático del gobernador.
Sus amigos, socios y simpatizantes habían colaborado mucho, en los tiempos previos, para lograr este triunfo político, provocando la desestabilización de los moderados aunque débiles gobiernos precedentes por medio de intrigas, amenazas y atentados. El alevoso asesinato de Facundo Quiroga, popular caudillo federal, ocurrido en Barranca Yaco un par de meses antes, magnicidio del que Rosas no fue ajeno, junto a la guerra entablada contra los unitarios, habían creado el clima de inseguridad y de miedo propicio para concretar su ambición de disponer de las facultades extraordinarias que ahora obtenía. A partir de ese momento, la provincia, primero, y la nación, después, quedarán bajo su férreo e implacable dominio. Si los argentinos querían contar con una “mano dura” que acabara con la anarquía que desangraba el país, allí estaba el “Restaurador de las Leyes” para cumplir con la misión de restablecer el orden a cualquier precio, cueste lo que cueste, caiga quien caiga.
Entretanto, la carroza avanzaba a gran velocidad por la calle De la Victoria hacia el este, remolcada por jóvenes mazorqueros que, entusiastas, le proporcionaban su tracción humana en reemplazo de la equina habitual. De repente, un pibe de unos doce años, empecinado en participar, se metió en el alboroto que rodeaba el coche oficial. Fue entonces cuando tropezó –o lo empujaron- y cayó al suelo, tras lo cual fue arrollado por una de las ruedas traseras. El carruaje pasó, raudamente, sobre el cuerpo del niño, aplastándolo. El grito de dolor del fatal accidentado no se escuchó; seguramente, se perdió mezclado con los vítores de la muchedumbre, cuya algarabía iba en aumento a medida que la comitiva se aproximaba al centro de la plaza.
Poco después, una vez finalizada la ceremonia de asunción del mando, alguien retiró el cadáver del infortunado que yacía sobre el empedrado rodeado de un charco de sangre que una jauría de perros vagabundos olfateaba con vehemencia. La huella sanguinolenta de la rueda asesina se borró debajo de las numerosas pisadas del tropel de adictos que seguían el carruaje que transportaba al “Héroe del Desierto”, como lo llamaban a Rosas sus acólitos. “¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!” –coreaban.
Luego de recibir en la Legislatura porteña el bastón y demás atributos del poder, una vez leído el decreto otorgándole las facultades discrecionales ratificadas por un plebiscito, Rosas se dirigió a ocupar el despacho gubernamental del Fuerte acompañado por sus leales colaboradores, los generales Mansilla y Pinedo. Mientras tanto, en la plaza y en las calles adyacentes la diversión continuó hasta altas horas de la madrugada, con baile, fuegos artificiales, exhibición de malabaristas y volatineros, carreras cuadreras, palo enjabonado y otros entretenimientos públicos típicos de las efemérides cívicas y religiosas.
No obstante haber ocurrido el accidente ante cientos de personas, nadie vio nada, nadie dijo nada, nadie escuchó nada. Probablemente, nadie se atrevió a empañar, con una anécdota desagradable, la espléndida fiesta popular que había protagonizado la ciudad; fiesta que, en las parroquias del centro, en los suburbios y en los pueblos del interior provincial habría de durar dos largas semanas más. En los barrios, en especial en aquéllos donde la población negra era mayoritaria, durante los días siguientes se oficiaron misas en las iglesias y capillas, las que eran ataviadas con insignias, ilustraciones alusivas, pendones color punzó y retratos del Restaurador, emblemas que luego eran instalados en carros adornados a la usanza federal, con los cuales el populacho recorría las calles cantando, candombeando y profiriendo una y otra vez los vivas y mueras de rigor. Por su parte, las fuerzas del orden, compuestas por oficiales, soldados y policías, se turnaban para hacer “guardias de honor” enfrente de la sede gubernamental o delante de la Recova Vieja, venerando la efigie del Brigadier General.
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“Estudiar a Rosas es estudiar las bases originales
del poder político en la Argentina”.
John Lynch
Si un vecino de Buenos Aires, testigo ocular del incidente en el que perdió la vida el muchachito, no hubiera hecho una anotación alusiva en su diario personal, jamás nos habríamos enterado del asunto. Ni siquiera trascendió el nombre de la víctima ni tampoco se sabe si sus familiares –si es que los tenía- reclamaron el cuerpo. Lo cierto es que alguien murió de forma violenta aquel histórico día en que Juan Manuel de Rosas se convirtió, por decisión de los representantes y del pueblo de Buenos Aires, en dictador. De todos modos, es probable que, de haberse divulgado el infausto suceso, tampoco hubiera conmovido a nadie, o bien éste habría sido olvidado rápidamente. Vendrían otras desgracias, otras muertes aún más arbitrarias y violentas a convulsionar la todavía apacible vida cotidiana de la Gran aldea.
Tanto en los tortuosos tiempos previos a aquel gran día festivo y, especialmente, en los 17 años que vinieron a continuación, la maquinaria de amedrentamiento, censura, persecución y crimen que habría de utilizar el régimen rosista, primero en territorio bonaerense y luego a nivel nacional, convirtieron en despreciables la libertad y la vida de las personas. Con “la suma del poder público” en manos de Rosas comenzó una época tenebrosa, en la que los derechos humanos más elementales podían perderse de un día para el otro, ya sea porque el ciudadano figurara con una calificación reprobatoria en las listas que don Juan Manuel revisaba a diario, o por la alternativa de sucumbir a manos de los degolladores de la Mazorca, grupo parapolicial organizado por su esposa, doña Encarnación, quien introdujo el “terrorismo de Estado” en la Argentina.
El general José de San Martín, genial estratega militar, político mediocre y peor gobernante, desde su exilio europeo, en varias oportunidades manifestó su apoyo al gobierno de Rosas. Rescataba del “déspota” –así lo llamaba, pero con admiración- su fría determinación orientada a imponer el orden a un pueblo que -decía- tenía la edad mental de un niño de dos años. Además, valoraba la firme actitud asumida por éste frente a la agresión militar extranjera, el costado menos objetable de su gestión. De todas maneras, como tantos otros que opinaron entonces y después, el Libertador confundió el chovinismo porteño, expresión de la oligarquía terrateniente bonaerense, cuyo enorme poder consolidó el rosismo, con el genuino interés patriótico nacional que discurría por otros andariveles.
Mas grave aún, lo que San Martín no llegó a comprender, quizás debido a su “humor soldadesco” (como él mismo definía su acendrado militarismo), fue que el régimen rosista había concretado literalmente el calificativo de “restaurador” que le endilgaron a su líder. En efecto, el gobierno de Rosas -y el sector social que éste representaba- retrotrajo el país un siglo hacia atrás, cuando aún imperaba el agobiante sistema colonial español, aislacionista y monopólico en lo comercial, autocrático y represivo en lo político, clerical y oscurantista en lo cultural y religioso. Las dos décadas en las que Rosas tuvo en sus manos el poder absoluto, fueron tiempo perdido para el desarrollo económico y la modernización tecnológica, para la elevación del nivel educativo de la población y para el afianzamiento de las instituciones democráticas y republicanas.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año IV – N° 35
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Beruti, Juan Manuel: “Memorias curiosas”; Emecé, Avellaneda, 2001.
· Busaniche, José Luis: “Rosas visto por sus contemporáneos”; Eudeba, Bs.As., 1973.
· Dellepiane, Antonio: “Rosas”; Oberón, Bs.As., 1956.
· Fernández, Fernando: “El dictador”; Corregidor, 1983.
· Grosso, Alfredo: “Curso de Historia Nacional”; F. Rossi, 1938.
· Hanon, Maxine: “Las lavanderas, morenas y federales”; Todo es Historia N° 452.
· Lynch, John: “Juan Manuel de Rosas”; Emecé, Bs.As., 2000.
· O´Donnell, Pacho: “Juan Manuel de Rosas”; Planeta, Bs.As., 2003.
· Petrocelli, Héctor: “La obra de Rosas que San Martín elogiara”; Rosario, 1994.
· Quiroga Micheo, E.: “Los mazorqueros ¿gente decente o asesinos?”; Todo es Historia N° 308.
· Ramos Mejía, José María: “Rosas y su tiempo”; Emecé, Bs.As., 2001.
· Romero, Luis A. y otros: “Buenos Aires. Historia de cuatro siglos (I)”; Altamira, Bs.As., 2000.
· Rosa, José María: “Rosas, nuestro contemporáneo”; Peña Lillo, Bs.As., 1976.
· Saldías, Adolfo: “Historia de la Confederación argentina” (II); Hyspamérica, Bs.As., 1987.
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