Sol Rojo
Amaneció en Tegucigalpa con pereza y tedio. Era domingo. Santiago estaba sentado en el techo de su casa después de un confuso despertar. El sol era extrañamente rojo y en sus ojos ese sol se reflejaba como predestinada revelación.
En su mano derecha tenía una botella de ron inacabada. En su cabeza quebrados recuerdos de una noche de excesos, delirio y demencia.
Recordó a María cabalgando sobre él, entre gritos y frases soeces. Ella era una mujer... sencillamente espontánea. La conoció tres semanas antes en medio de otra farra en la que alcanzó a bailar con ella y besarla limitadamente. Al novio, Rino no-se-que, se le ocurrió presentarse en la pista y arrastrar a María fuera de ella, fuera de la disco, adentro de su carro y directo a quien sabe donde.
Aquello quedó como un partido interrumpido por la lluvia. Esa noche María y Santiago jugaron extra tiempo y hasta se fueron a penales. Mirando el sol surgiendo entre las montañas, él sonríe con el recuerdo. Pero la noche fue tan larga que había niebla entre el alcohol, el sexo y la locura.
Sonrió, recordó a Alfredo, su mejor amigo, bailando con una mujer blanca de pelo largo, con el mismo tipo de María. Miraba a Alfredo sonriendo después de muchos meses. Recién había salido de una larga terapia, después que por poco mata a su madre en un inexplicable accidente, cuyos detalles ni siquiera a él había accedido a revelar. Se sintió feliz por su amigo.
Estos pensamientos se cruzan con la larga noche que recién pocas horas antes había terminado, todavía con demasiado cabos sueltos. Hace un nuevo esfuerzo por recordar y logra verse a sí mismo tomando un largo sorbo de cerveza en el bar, tras una hora de sexo duro y candente. Su nueva adquisición, de la cual siente que puede surgir algo duradero, se ha ido al baño no sabe exactamente hace cuanto tiempo. Realmente estaba prendido de aquella chica y quería proponerle que fuese su novia.
Dejó esos pensamientos para buscar a su amigo nuevamente en la pista de baile. Tras varios minutos de búsqueda no lo encontró y entonces empezó a preocuparse. Su estado mental obviamente no era muy sano y tenía miedo que cometiera alguna locura.
Lo que pasó después no está claro para Santiago. Se mira así mismo saliendo al parqueo, llegando a su carro y buscando por puro instinto su pistola ante la suposición de que su amigo estuviese en problemas. Buscó por todos lados y no encontró nada.
Al darse vuelta y empezar a regresar a la disco vio una cabeza moverse en la carcacha de Alfredo, un Datsun Amarillo 71, estacionado 100 metros adelante. Entonces se ve a sí mismo tambaleante, con casi una botella de tequila y ocho cervezas encima, dirigirse hacia aquel vejestorio amarrillo.
Después recordó haber abierto la puerta del carro y ver a Alfredo haciendo el amor con una mujer bastante parecida a María.
-Estúpido era María-, dijo para sí mismo golpeando con la botella de ron el techo. Cuando quiso tomarse la cabeza para recordar el resto sintió en su otra mano su 38.
-Mierda, maté a Alfredo-, dijo soltando la pistola mientras lo asaltaba el espanto, el remordimiento, el miedo y el dolor en un solo golpe que lo llevó a la penumbra para no volver jamás.
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