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Daniela vivía en un departamento en el centro de ciudad, cómodo como para una sola persona, con pequeños detalles que le daban un toque casi ceremonial, cada día su rutina se basaba en regar las pocas flores que tenía y ordenar su discreto desorden, ir a trabajar y volver, a veces veía una película o leía y luego se dormía siempre a la misma hora, así su vida transcurría en la soledad que ella misma se había fabricado por años.
Su departamento quedaba en el décimo piso del edificio, así le gustaba por que podía observar a la gente de lejos sin que se dieran cuenta que los miraba, y si solo quería estar sola, miraba hacia el cielo y todo desaparecía para ella.
Su familia vivía en Valdivia y cada quince días tal vez, llamaba para hablar con su madre y saber de la salud de su padre. No tenía más hermanos, como decía su propia madre, la maternidad había creado en ella un grado de vulnerabilidad que nunca había conocido y le pareció suficiente sentirlo una sola vez.
Un día de invierno, de esos que la lluvia no quiere limpiar las calles y el cielo esta cubierto de nubes, Daniela salió a caminar; por lo general, esos días el departamento se le hacía inmenso, prefería salir y sentir aunque lejana la compañía de la gente en la calle, creía que era una forma de tomar fuerzas para continuar. Se daba cuenta de su soledad, tanto que más de una vez pensó que si le llegaba a pasar algo en el departamento se enteraría el resto de la gente después de varias semanas. Se había encargado tan bien de crear su espacio, que no se dio cuenta que eliminó a casi todos sus amigos, salvo por unos pocos que veía muy de vez en cuando.
Ese día camino por horas, más de lo acostumbrado, ese día en especial no tenía ganas de estar sola.
De repente se dio cuenta que no sabía dónde estaba, las calles no le eran conocidas y las casas, tenía la impresión que se cerraban sobre ella. Se sentó casi desplomándose en la vereda, cruzó las piernas, se llevó las manos a la cara y lloró por horas; por primera vez en años lloró sin temor a ser vista y juzgada por permitirse sentir pena de ella y su vida.
Cuando dejó de llorar ya era de noche, y pequeñas gotas de lluvia caían sobre la ciudad, sintió que cada una de ellas era un regalo distinto, recibió cariño, ternura, amor, comprensión, tolerancia, solo con cada gota. No entendía como estaba sintiendo tan profundo de algo tan simple, pero se entregó sin reservas a lo que sintió como un lavado de su alma que provenía del cielo, se vio débil y vulnerable, lo que no le importó.
Se puso de pie muy lentamente, abrió los brazos y corrió sin lugar fijo en su mente, solo saboreando el momento, su momento.
Su corazón saltaba de alegría, miraba el cielo, tomaba una hoja, olía una flor, miraba la gente que corría rápido a protegerse de la lluvia. Ella solo reía, mientras lágrimas rodaban por su rostro.
Tantas escenas pasaban por su mente y por supuesto apareció ese hombre que hace meses atrás había ido hasta su departamento para decirle sus sentimientos por ella. Recordó como le pidió que se fuera, y que cuando cerró la puerta lo primero que hizo, fue sacudir uno por uno cada adorno de su departamento.




Ella sentía lo mismo por él, pero ese sentimiento reflejaba dependencia por parte de ella; como iba a depender de un hombre, su madre le había advertido que si llegaba a pasar, perdería su vida tratando de complacer a alguien más que a ella, y que si no lo lograba, se sentiría frustrada de por vida mejor sería no intentarlo; y si el día de mañana él se fuera, que pasaría con ella, mejor no apostar sino vas a ganar seguro, eso se repitió toda aquella tarde.
Martín era un hombre joven, varonil, sobretodo bueno y honesto es una de las pocas personas que Daniela no pudo, a pesar de todo, apartar de su vida. Vivía con su madre y una hermana era abogado de una importante fabrica de alimentos y los fines de semana le gustaba jugar fútbol, su padre había muerto de un infarto y él había tomado el lugar del hombre de la casa.
La lluvia caía fuertemente sobre el rostro de Daniela; caminó hacia la casa de Martín, era una casita pequeña, con un antejardín lleno de plantas que lucían bien cuidadas. Se acercó a mirar por una de las ventanas lo que pasaba adentro, vio como Martín y su madre comentaban un programa de televisión, los vio reír, parecían felices.
Daniela se acercó a la puerta y antes de golpear sintió como volvía a convertirse en aquella solitaria y en ese mismo momento tuvo la sensación de ser empujada hacia adelante, golpeó suavemente la puerta; deben haber pasado un par de segundos, pero con su nerviosismo sintió que fueron eternos. Martín abrió la puerta, al verla ahí parada tan indefensa y empapada por la lluvia no supo que decir, la invitó a pasar, tomó su abrigo. Le pareció más cálida de lo que pudo imaginar la casa que había estado mirando, había un olor a café recién hecho y a algún tipo de dulce con frutas.
La madre de Martín le trajo ropa seca, le prendió la luz del baño invitándola a pasar, le mostró donde estaba el secador de pelo y le pasó una toalla; miró a su alrededor, todo era bastante simple, pero se notaba preocupación por mantener decorado con armonía.
Cuando salió del baño, la mesa estaba servida para tres, los ojos se le llenaron de lágrimas, le era tan ajeno compartir la mesa con más personas, conversaron un largo rato. Daniela se fue sintiendo cada vez más cómoda, luego de un rato la madre de Martín se fue a su dormitorio, se despidió cariñosamente de Daniela y de su hijo.
Martín se sentó frente a Daniela, ella encendió un cigarro y conversaron toda la noche.

Texto agregado el 18-08-2006, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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