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Inicio / Cuenteros Locales / Pilef / 42.-El viaje. ©

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Hace ya mucho tiempo, tanto que me parece un siglo el que se ha marchado, viajaríamos al Norte de nuestro país, a Arica, ciudad de ensueño, de eterna primavera, para pasar unos días en compañía de un matrimonio amigo que nos esperaba.
Todos decían lo mismo… “no vayas por tierra, el paisaje es horrible hacia el Norte, el desierto es lo peor…”. Aún así, el viaje lo hicimos en bus, único medio al que podíamos acceder en ese entonces, en que los recursos económicos escaseaban y sólo la juventud, nos acompañaba para enfrentar tan largo viaje.

Salimos temprano de casa, muy temprano, casi de madrugada, nos esperaban, 2.051 Km. por recorrer y la conversación, versaba sobre ese punto: la noche que pasaríamos en el bus, las horas que tardaríamos en llegar, las comidas…
La salida, desde Las Torres de Tajamar, se aproximaba y me animaba sólo el encuentro con mi amiga y su familia, a quien conozco desde el momento de mi nacimiento, por tratarse de una amistad que viene desde nuestros padres.

Atravesamos la ciudad y el bus tomó la ruta 5 Norte, entonces llamada “Carretera Panamericana Norte”. En silencio, sumidos cada uno en sus propios pensamientos iniciábamos un viaje en que atravesaríamos el desierto más seco del mundo.
Mis pensamientos volaban de un lado a otro de nuestras vidas, mirando por la ventanilla el rápido despertar de la ciudad; el ruido de los motores y las bocinas, me sacaban de donde estaba, volviéndome a ubicar en el bus, junto a la más grande de mis soledades, a la espera de un larguísimo viaje, entorpecido por un desierto, tan mal recomendado que se aproximaba kilómetro a kilómetro.


Pueblos del interior, Colina, La Calera, La Ligua, pasando por la cuesta “El Melón” (en aquellos años, no existía el túnel del mismo nombre), ya quedaban atrás y nos acercábamos a Los Vilos, en la costa, lugar de veraneo, muy pintoresco, donde el bus hace su primera parada, para cargar combustible, era mediodía.

Illapel, Ovalle y Coquimbo, cedieron paso a La Serena, donde almorzamos y “estiramos las piernas”, eran alrededor de las 15 horas, el calor, se hacía notar. Seguimos nuestro camino, a poco, el paisaje iba dejando atrás el verde de los campos, la “Cordillera de la Costa” se teñía de tenues colores pastel, poniendo su acento en el café y sus tonalidades. “Tiene su encanto”, pensaba… y se me venían imágenes posibles de pintar como una tela monocromática que las guardara.
Le siguieron Huásco, Copiapó y Chañaral, donde termina definitivamente la posibilidad de encontrarnos con algún poblado en medio del desierto de Atacama en que nos adentrábamos; anochecía y la temprana cena a bordo, no me permitió ver lo que seguramente, mientras caía la tarde, hubiese sido una postal de ensueño para mis ojos.

Recuerdo haber dormitado a ratos, no tengo noción del tiempo transcurrido, de repente, una casual mirada por la ventana me despertó definitivamente; la oscuridad de la noche se alejaba en silencio… con el mismo silencio amanecía… el cielo limpio, pintado de azul muy oscuro, estrellado y a mi lado ¡un paisaje maravilloso!, sobrecogedor… los cerros teñidos de azul - violeta y tenues anaranjados, cascadas de cafés en todos los tonos imaginables. Violetas y negro, adornaban los salientes picos de la montaña que lucía tranquilas formas en todo su esplendor, mostrando en su demarcada y sinuosa cima, figuras dibujadas que con la avidez de un niño, yo iba descubriendo; algunos pimientos muy alejados unos de otros y los cactus del sector, eran la muestra viva del desierto y la ausencia de lluvias que hace rogar la presencia de la “Camanchaca”, neblina baja y espesa, cargada de gotas de agua que afecta a algunas partes de nuestro territorio, convirtiéndose para el desierto nortino, en la única fuente del vital elemento.

Algunas piedras pequeñas y grandes rocas, horadadas por el paso del tiempo me contaban con sus antojadizas formas, acerca de un pasado mejor. De vez en cuando, la rápida carrera de un zorrito, algún conejo o rata del desierto, me recordaba que allí también había vida animal.

La carretera partía el paisaje en dos, al otro lado, la inmensidad del mar, hacía gala de enormes y pequeñas olas de transparente verde y azul que al reventar mostraban el encaje blanco de sus trajes de fiesta y el sonido musical de su recorrido, desde las profundidades del lejano horizonte, hasta morir en la orilla.

La emoción era inmensa, el paisaje me empapaba de una mágica tranquilidad, pero al mismo tiempo, me hacía volar, hacia sueños, plenos de sentimiento y sensaciones que tanto deseaba vivir e imaginaba ese escenario, el preciso, el exacto, para vivir el amor, sin más compañía que esas grandes extensiones de tierra y cielo, iluminadas por la pálida luz del amanecer. En este punto, comenzaron a brotar lágrimas que sin poder entender el motivo, se fueron haciendo mis compañeras inseparables, por todo cuanto quedaba de viaje, sentía una tristeza inmensa al no poder compartir aquellas imágenes, mis sentimientos, mi alegría y mi dolor.

Ante esta grandiosa belleza que me era regalada, me sentí muy emocionada, pero feliz, no importaban las lágrimas ni el silencio compartido, al contrario, en mi interior lo agradecí; la música que provenía del mar, era suficiente para llenar mi alma, mis oídos y todo mi ser. Cada trozo en la arena, piedra, o peñasco, estrellas y mar, quedaron guardados en mi retina, también en mi corazón, para no irse jamás.

Llegábamos a Antofagasta, ciudad que dicen, está siempre dormida; aquel día, el sol se encargó de despertarla, sólo para que yo disfrutara su hermosura sin pensar siquiera que el destino se encargaría, años más tarde de hacerme regresar.

Le siguieron Tocopilla e Iquique, el desierto, iluminado por el abrasador sol nortino, seguía siendo bello, con sus pobres y aislados arbustos verde-paja, rodeados de café y a veces rojas tierras resecas que clamaban por unas pocas gotas de agua… en cada trocito de él, me aferraba a su belleza, a su acogedor ensueño que deseaba hacer mío, a pesar del calor que nos hacía consumir enormes cantidades de bebida.

La peligrosa e histórica “Cuesta de Camarones”, me mostró su intrépida y verde hermosura, antes de la llegada a Arica que plagada de palmeras y enormes árboles de gomero en sus calles, nos daba la bienvenida.

El tiempo se detuvo en el abrazo del encuentro, la emoción fue grande y los días que pasamos allí muy cortos, a pesar que también entonces, pude sentir la pesada mano de la aplastante humillación, imposible de esconder. Nos apartamos con mi amiga casi todo el tiempo, poco o nada compartíamos con nuestros maridos, salvo la obligada visita al Morro que lo hace un “mirador” impresionante de las bellezas del lugar y sus paisajes.
Centramos nuestros recuerdos en la primera fiesta, los 15 años de la amiga que completaba el trío, las fotos no se hicieron esperar, fue emocionante vernos con esos anticuados peinados “gato” o moños escarmenados, propios de las fiestas de entonces y vestidas “al último grito de la moda” de la época, los rostros de las fotos, plenos de alegría, reflejaban con claridad, las ilusiones, las grandes esperanzas alimentadas a diario, en el futuro que nos esperaba… y que tan pronto se diluyeron en el amplio caudal de la carretera del tiempo; las lágrimas, salían solas, pensábamos en los hijos, en los que seguimos pensando, por largos 20 años.
La triste despedida no se hizo esperar, el cúmulo de experiencias pasadas y compartidas, sería el recurrente pensamiento que me acompañaría en el viaje de vuelta.

El regreso, durante las primeras horas, centrado en la dolorosa despedida, me deparaba una nueva sorpresa… había llovido y el desierto florido, se mostraba como un galán, a la espera de la novia. Lucía pequeñas flores por miles, formando un inmenso ramillete multicolor que abarcaba hasta los límites de nuestra propia vista, no había un solo centímetro sin ellas, era todo un espectáculo y la caravana de autos que desfilaba para verlo era impresionante; no quería que la noche llegase para esconder el magnífico paisaje, que ante mí se presentaba.

Sumida en mis pensamientos, en que el silencio del viaje era sólo interrumpido por uno que otro comentario de rutina, el regreso no se hizo pesado, el desierto se encargó de amenizarlo con sus bellísimas imágenes, sus colores y su canto.

Nota: Dice un viejo refrán:
“Todo se ve, según el cristal con que se mire”.
Tuve la suerte aquel día de contar con el cristal de mi romántica y joven alma.

Pilef ©
08-08-06



Texto agregado el 18-08-2006, y leído por 504 visitantes. (20 votos)


Lectores Opinan
04-01-2014 Relato muy vivífico y emocionante: ¡excelente! calara
25-02-2007 Me emocionó leer y recordar a la vez ese viaje que relicé mil veces. Hace 37 años que no voy a Chile, pero siempre tengo en mi corazón el recuerdo inolvidable de esos viajes. Solo te faltó nombrar las Oficinas y los pueblitos abandonados que seguro ya no existirán. Nunca te había leído y leyendo un acróstico de Nilda supe de tu existencia. Te leeré mas a menudo, ahora que sé de tu calidad. Ed***** zumm
06-10-2006 ¡Vaya paseo! Viajé encantado por ese maravilloso pais que no tengo la suerte de conocer. Viajé a Cuba, República Dominicana y Mejico. No estuve nunca en Chile, pero ya lo conozco un poquito. Hermosos lugares describes. Auténticos cuadros pintados con tu pluma de tus campos maravillosos. también me dejaste ver un poco de tu alma. Vi un retazo de tu sentir, de tu vida, del latir de tu corazón. Se me hicieron cortos esos 2.051 km de carretera. Noguera
23-09-2006 Es una relato muy ameno que me llevo de la mano. Me fuí con las letras y eso es bueno***** jjj
21-09-2006 Es magnífico tu relato, querida María Lydia. Las imágenes y las emociones se aúnan en tu narración, que por otra parte es impecable, para invitarnos a subir contigo, recorrer contigo, sentir contigo, cada kilómetro recorrido. Excelente. Mis estrellas para tí y un abrazo fuerte. neus_de_juan
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