El frío de Julio escarmentaba los abatidos huesos de Don Rodrigo Fernández. El fogón de la cocina estaba apagado desde hacia ya varios meses. La vida se había transformado en un desafío tal, que si Don Rodrigo sobrevivía a ese mes sería una simple casualidad del destino. Salió como todas las mañanas a caminar por el parque en busca de respuestas sobre preguntas que solo un viejo se podía hacer.
La plaza de Culimba estaba repleta de nieve, pero eso no impidió que Don Rodrigo Fernández pasara horas sentado en el banco de madera podrida que tantas veces había sido su compañero de largas charlas y pocas respuestas.
Lagrimas heladas comenzaron a rodar por su rostro. No quiso secarlas ni correrlas, lo hacían sentir vivo.
Recordó a su gran amor, Alvara Inés García. Con ella había pasado cuarenta años de su vida hasta que decidió matarla. No pudo soportar que ella sufriera de fiebre amarilla y que la infelicidad se apoderara de su hogar. Una noche fría del año 1938, Don Rodrigo Fernández, puñal en mano terminó con el sufrimiento de su amada luego de dos, certeras, puñaladas en su corazón. La enterró en el fondo de su hogar, al lado del aljibe donde él mismo, desde aquel día, llevaba las mejores rosas rojas, todos los domingos.
Tras una pausa y cavilando sobre su pasado se dio cuenta que su corazón y su alma estaban fríos como la nieve de Julio. Tomó asiento y se durmió. Necesitaba algo de calor.

(Fin)