Las niñas ingresaron precediendo a la madre. La menor, aparentaba tener cuatro o cinco años, y parecía llevar la voz cantante, mientras que la otra, de ocho o nueve años, observaba todo con gesto reservado. Detrás de ellas, la madre suspiraba y tosía, con evidente agitación. Repasé si la espera había sido desmedida, pero descarté esa posibilidad. La señora se sentó con estridencia en una silla, inclinando el cuerpo hacia adelante. Buscaba mi atención, pero decidí que todavía no le había llegado el turno. Como siempre, dirigí mi interés hacia las pacientes, evaluando con esa primera impresión la presencia de algún problema cierto o latente.
La más pequeña se ubicó en la otra silla, y la mayor se sentó en un banquito. Aquella balanceaba los pies alternadamente por encima del suelo, revelando una rítmica y controlada inquietud. Con voz aflautada, exclamó:
-Tengo tos- y señalaba su cuello con el dedo índice.
-¿Así que tenés tos? ¿Y... desde cuándo?- fue mi rápida respuesta. Entonces la madre intercaló una prolongada explicación, remontándose con el síntoma al primer año de vida. Yo tomaba debida nota del relato en una tarjeta. Cuando hizo una pausa:
-¿Y te duele al toser?- volví a sondear a la niña.
-No creas. No mucho. Solamente me duele un poquito cuando me ahogo.
-¿Y eso te pasa siempre, o de vez en cuando?
-Y... cuando me acuesto me viene más seguido.
-Y también cuando fuman cerca- terció la otra niña con autoridad, decidida por cierto a no pasar desapercibida. Una lamparita se encendió en mi cerebro al escucharla. Me volví hacia ella:
-Caramba...¿fuman en casa?- La madre parecía haber perdido súbitamente el interés en la conversación. No respondió.
-Todos fuman en casa. Ella también- acusó la menor a su madre con gesto adusto, señalándola con el codo.
-Pero ustedes empezaron a toser mucho antes de que yo me decidiera a fumar. Será Jorge, mi marido, que parece una chimenea...
-Bueno, niñas, vamos a ver qué está pasando con ustedes...- y procedí a realizar el examen físico de cada una. La mayor tenía una probable sinusitis, y la menor, un cuadro bronquial irritativo, por momentos obstructivo, pero leve. Mientras examinaba a la mayor, la pequeña inspeccionaba los objetos varios que guarda el consultorio en sus paredes, en sus estantes, en sus mesitas. Tocaba todo pero con levedad, con delicadeza, como si fuera una señora escogiendo un fino regalo de casamiento.
-¿Vos tenés chicos?- deslizó de pronto mientas tomaba un perrito de madera-. Te lo pregunto porque aquí no veo fotos.
-No me atraen demasiado las fotos- contesté sin levantar la vista, mientras escribía en una tarjeta-. No me convence el tiempo detenido. Me gusta ver a las cosas brotar y fluir. Prefiero el rumor del río a la quietud del lago...
-No te entiendo- y examinaba por los cuatro costados al animalito, muy bien hecho por cierto, hasta volverlo a su sitio original con un leve sonido cristalino.
-Yo sí- dijo la mayor-. Al doctor le gustan las películas, los vídeos y no las fotos, ¿es así?
-Sí, es más o menos así. Me gusta, al escribir, ver el movimiento de las letras brotando para formar las palabras hasta cubrir los renglones. Parecen quietas, pero para llegar allí salieron de la lapicera y se fueron ubicando una tras otra ...
-¿A ver cómo es eso?- La menor inclinaba su cuerpo sobre el escritorio, arrodillada en la silla. Mientras yo garabateaba en la tarjeta, ella apuntaba con un dedo hacia las palabras que iban surgiendo.
-¿Te das cuenta?- Levanté la mirada murmurando y busqué sus ojos, muy grandes y negros, cubiertos en parte por el pelo castaño. Bajé lentamente por su cuello, seguí por sus hombros menudos, pasé por sus codos afirmados al borde de la mesa, por sus manos que emergían de los blancos puños de la camisa, cerradas como diminutos y rosados nudos. La derecha desprendía con decisión el pequeño índice que me devolvió a la tarjeta. Hizo un gesto de asentimiento frunciendo los labios. Regresó al asiento e insistió:
-No me dijiste si tenés hijos...- y señalando una pared-: Allí hay una foto. Si no te gusta podrías sacarla...
- No es mía, pero podría...- contesté, elevando un hombro, distraído.
-¿La puso allí otro doctor? No me dijiste por qué no están tus chicos aquí- insistía.
-Ya no son chicos.
-Ahhh... ¿Entonces... son grandes y feos como vos?
-Son ...- y en ese momento la madre reingresó en la conversación: -¿Les sacamos una radiografía, doctor? Porque ya las nebulizaciones no les hacen nada.
-Sí, señora; a ella- y señalé a la mayor- debemos tomarle una mento-naso-placa.
-¿Una qué?...- preguntó la menor con voz atiplada. Fruncía la nariz con un mohín que simulaba asco, y hacía muecas con la boca.
-Una Rx de senos paranasales.
-Ahh... ¡ahora sí!- La niña reía y miraba con picardía a su hermana mayor. Esta parecía fastidiada. No le agradaba ser blanco de las burlas de la pequeña.
-¿Qué decís?... Si no entendiste ni medio... Además, esa menaplaca es para mí.
-Yo también quiero una. ¿Te parece, doctor? Mirá mi tos- y forzaba las cuerdas vocales para provocarse un acceso. Intentaba toser y escupía sobre el escritorio una multitud de transparentes gotitas.
-¡Pero no seas asquerosa! ¡Tapate la boca!- Su hermana la palmeó en la espalda en señal de advertencia, y ella hundió cabeza y cuello en los hombros; hizo un gesto con las cejas y los labios de caramba-qué-macana-me-mandé, y luego se tapó tardíamente la boca con una mano. La madre la tomó de un brazo y la sacudió:
-Esta chica está siempre haciendo papelones.
-Deje, señora, no tiene importancia- corté. Y volviendo a la menor: -¿Vas de mañana o de tarde al Jardín?
-Cuando me llevan, voy a la mañana- sentenció, volcándose hacia el fondo del asiento.
-¿Cómo cuando te llevan?- y miré hacia la madre, que seguía distraída, observando un pliegue del tapado.
-A veces se olvidan... o me da la tos antes de salir...
-¿Y en el Jardín, también tenés tos?
-No, en el Jardín no me aburro como en mi casa.
-¿Te aburrís en tu casa?
-Uffa, ¿tengo que repetirte todo? Sí, me aburro porque siempre están dándome órdenes: “Nena, traéme esto”, “Nena, alcanzáme aquello”, “Nena, poné la mesa”, “Nena, terminá de comer”, “Nena, andá a bañarte”.
-Y entonces... vos tosés.
-No, no es así. Primero me pica mucho la garganta- y movía para ambos lados los labios entrecerrados, levantando la barbilla- y después me pican y me chorrean los ojos, y entonces viene la tos. Así, ¿ves?...- y comenzó a toser con un acceso artificioso, desparramando nuevamente un diluvio de gotitas. La madre se alejó, atajando la lluvia con las manos. La hermana, en cambio, me miraba y sonreía, divertida:
-Es una payasa, doctor. No le haga caso... Así como la ve, hace siempre lo que se le antoja, y se mete a todo el mundo en el bolsillo.
-Sí, ya me voy dando cuenta-. Concluía con las indicaciones, pedidos y recetas, para entregarle a la madre el material.
-...¿no me vas a pedir a mí una placa?- El tono era casi de súplica.
-No, por ahora no me parece necesario- respondí, conciente de la tormenta que se avecinaba.
-¿Ah, no?... Entonces no tomo ningún remedio... Y les voy a toser a todos encima, en la cara, y en la mesa, en la comida...Aaajjj...- Parecía poco dispuesta a ser contrariada, y estaba decidida a sostener su posición.
-Mirá, niña, a mí me parece que debemos esperar un poco. Y hay que tener en cuenta que las radiografías no son inocuas- establecí.
-¿No son qué?...- Se encaramó nuevamente en el escritorio, apoyando los puños debajo de la barbilla. Un mechón de pelo le ocultaba un ojo; para descubrirlo, soplaba hacia arriba y movía con insistencia la cabeza hacia un costado, sin éxito.
-No son inocuas- reafirmé intencionalmente-. Y la tuya sería innecesaria -. Entonces, mientras observaba de reojo a la hermana y a la madre, me sacó la lengua con furia, apretándola fuertemente con los labios. Después se recostó en el fondo de la silla, y encogió el cuello con empaque. Había finalizado la consulta, y me puse de pie, decidido a acompañarlas hasta la puerta. Ella permanecía sentada, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
-¿Te quedás...? Mejor para nosotras- anunció la madre mientras se alejaba.
La hermana se le acercó y agachándose, le dijo algo al oído. Sus ojos se iluminaron; saltó de la silla y corrió hasta la puerta. Estreché la mano de la señora, mientras ella se ponía de puntas de pies a mi lado. Entrecerraba lo ojos y fruncía los labios hacia arriba en un beso de despedida. Besé también a la mayor y salieron.
Cerraba la puerta cuando regresó ésta para recoger una prenda olvidada que colgaba de una silla. La miré, y me sonrió. Yo aguardaba la aclaración, no porque la necesitara, sino para completar la escena. Cuando volvía hacia el sillón del escritorio, me confesó en voz baja, casi en secreto:
-Le prometí que si no hacía más lío, la iba a dejar dormir conmigo esta noche.
-Ahhh-respondí casi sorprendido-. Asegurate, entonces, que tome el jarabe antes de acostarse –. Se envolvió el cuello con la bufanda, y sonrió con las mejillas coloradas. Dos hoyitos aparecieron en ellas, y su mirada se iluminó con sorprendente belleza. Súbitamente se volvió, y salió como una exhalación.
Me quedé muy quieto por un par de minutos, sentado, cavilando en las variadas impresiones de esa entrevista que aún flotaba en el ambiente, hasta que la secretaria ingresó al consultorio con la tarjeta de otro paciente en la mano.
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