- Vamos por la orilla del río –
La invitación del “pelado” velozmente sumó adeptos. Él encabezó la marcha con su perro "colorín", la Martha y la Josefina iban chusmeando bajito, yo caminaba con Juampi que parecía preocupado por algo que no me quería contar; ya me había cansado de rogarle y nada. Atrás venían los otros, el "gordo", el "chueco" y la hermanita de éste, una insoportable niña de sólo seis años que debía cuidar mientras los padres trabajaban o descansaban, es decir, todo el tiempo.
Juampi y yo éramos primos y compinches, él vivía en mi casa desde siempre, nos contábamos todo, pero esa tarde no parecía dispuesto a hablar. Era el único que había estado reacio al paseo, pero ante la eventual posibilidad de quedarse sólo, había finalmente formado parte de la pandilla.
Rápidamente, la plantación que cubría la rivera del río quedó ante nuestra vista, bajamos corriendo la lomada entre risas y empujones, menos el Juampi que se quedó remoloneando atrás. Decidí que si no quería contarme no iba a rogarle más, así que pronto lo olvidé sumándome a las corridas.
A esa hora el río era una preciosura, los sauces se recostaban prediciendo la noche, y algunas estrellas aparecían en el cielo que iba tomando el color apagado del atardecer. El sonido del agua se escuchaba cantarín y nos sentamos agitados sobre unos troncos cercanos a la orilla. La idea era esperar que se hiciera noche cerrada e imaginar que, de los miles de estrellas que alumbran el cielo serrano, se desprendiera algún platillo volador que nos viniera a buscar y nos transportara a conocer otros mundos.
En el grupo ese pensamiento era el súmun del deseo de aventuras. Ser los primeros en conocer otras civilizaciones, viajar con ellos y hacernos famosos. Nunca tuvimos miedo a que se hiciera realidad, estábamos convencidos que esos “seres superiores” como gustábamos de llamarlos, eran bondadosos, gentiles y para nada agresivos; tampoco eran horribles ni tenían antenas ni cuatro ojos, ni dedos con ventosas.
En realidad nosotras pensábamos que eran seres extraordinariamente bellos y los muchachos nunca decían bien que esperaban, pero eso sí, lo hacían con muchas ganas, tantas que, nosotras creíamos que todos esperaban deidades.
Por supuesto que esa noche, como muchas anteriores, volvimos tal cual nos habíamos ido, pero con la ilusión de que a la noche siguiente se concretaría nuestro sueño. El único que había permanecido callado era el Juampi. En realidad a él nunca le habían gustado esos sueños, no los compartía, pero hasta ahora los había soportado de más o menos buen humor. Pensé que estaba cambiando por la edad, era el mayor, ya tenía quizás otros pensamientos y otras inclinaciones. Pero yo aún era niña, mis doce años se veían pequeños cuando los comparaba con sus quince.
En el camino de regreso, cansados de subir la loma que antes habíamos bajado como un aluvión, nos fuimos separando a medida que las casas se iban cruzando en nuestro camino. El “Pelado” y su perro que vivían a las afueras del pueblo fueron los primeros en abandonarnos, los gritos de enojo de su madre por lo tarde que llegaba a cenar, hacían competencia con la sonoridad de nuestras risas. Luego Martha, luego los otros, en cada despedida se escuchaban las mismas quejas maternas y finalmente enfilamos los dos hacia la casa de mis padres, dónde nunca nadie nos llamaba la atención.
Antes de entrar, Juampi me hizo señas que esperara, supe que me quería decir algo. Nos sentamos en dos reposeras que mi padre había colocado en la galería y con expresión grave, mirándome a los ojos, me dijo:
- ¿qué imaginas pasaría si ellos descubrieran la verdad? ¿no sabes lo peligroso que son esos juegos? Una palabra de más, un gesto y arruinaríamos todo.
Lo miré ofendida, eso nunca ocurriría, era dudar de mi capacidad y obediencia. Años de adiestramiento en nuestro planeta nos había enseñado como infiltrarnos entre los terrícolas, sin que ellos sospecharan nada, hasta el día de la invasión final.
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