Salió de la cocina con la taza de café humeante en una mano, restregándose los ojos con la otra. Había oído al chico que reparte los periódicos y quería hojearlo ahora, con la mañana recién estrenada. Apartó el M16 que se había volcado bloqueando la puerta y, al salir al jardín, aún tuvo tiempo de saludar con la mano al simpático chico de los Smithson, el mejor repartidor de periódicos que ha tenido el barrio, sin duda. Volvió a entrar dando sorbos a su exquisito café, “hoy me ha salido mejor que nunca”, pensó, “será porque hoy comienza una vida nueva”. Tras dejar el periódico sobre la mesa, contempló feliz el desayuno especial que se había preparado: huevos revueltos con bacon, cereales con yogur y miel, leche chocolateada, un bol de fresas y café de Colombia. Por un instante pensó que se había pasado con la cantidad de comida, pero enseguida se justificó: “Caray, hoy no tienes prisa. Tan sólo tienes que ir a recoger tu finiquito”. También se dijo que se merecía una recompensa tras el disgusto de saberse despedido de la empresa, a la que había dedicado quince años de su vida.
Tras terminar el copioso desayuno se otorgó otro premio: un reconfortante baño bien espumoso, un baño que no terminó hasta que vio las yemas de sus dedos arrugadas como uvas pasas. Para vestirse eligió su camisa mejor almidonada, su corbata de seda, planchó los pantalones y limpió con esmero los zapatos. Hoy iba a ser el último día en que le vieran en su oficina y tenía que dar una excelente impresión, de aquellas que dicen “mirad lo que os perdéis, mamones”. Como quien espanta una mosca, alejó de sí el taco que había pensado, ya que era impropio en él soltar palabras malsonantes. Siempre había presumido de su rectitud y ahora no iba a cambiar.
Ya con la cartera en la mano, se dirigió al vestíbulo. Acarició el M16 que lucía como nuevo y miró sonriente las cajas y cajas de munición que compró hace dos días. Mientras las amontonaba entre sus brazos para llevarlas al coche, se le escapó en voz alta: “Os vais a enterar”.
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