Hoy me siento débil, por eso escribiré sin corregir ninguna falta o forma de estilo o cualquier chingadera de las que aquí no se permite hacer sin recibir regaños. No he podido entrar en este foro querido porque por alguna razón que nadie me supo o quiso explicar se cortó la línea internetaria. Me chingué. Tuve que chuparme el dedo y leer un par de libros, no completos, para eso siempre he sido flojo, sino un poco por acá y por allá, esperando los tres golpes diarios de comida, la inyección, ver llegar a la enfermera y dormir de nuevo. Vida vegetal. Estoy en la antesala de la muerte, según el doctor, pero la muerte me la pela. Aún me acompañan los recuerdos, mi mejor y único tesoro. El resto me da igual. No tengo más. He conocido peores bichos que mi doctor. Por ejemplo Miguel. Creo que se llama Miguel, pero da igual, el caso es que el tipo era de Agente Judicial. Conservamos desde hace años una amistad forzada de vecinos. No me viene a visitar al hospital. Es un cabrón de casi ochenta años, sano y robusto; quizá llegue a los cien. Ya para entonces yo habré muerto, eso seguro. Miguel es veterano de la injusticia y el dolor. Participó en la masacre a los estudiantes en el 68. Le pagaron horas extras, según me cuenta, y le dieron vacaciones pagadas por realizar un gran acto de coraje civil. La plaga de vagos comunistas dejaron de chingar, me dijo alguna vez, en una posada de navidad, borracho. Pinche Miguel. Una vez su sabiduría de hijo de puta sirvió para salvarle la vida a la pequeña hija de una vecina. La chamaquita tropezó jugando a las carreras, una tarde calurosa en la que todos reposábamos en la calle. Un vidrio de botella le cortó el brazo a lo largo, profundo, hasta las venas. Nos asustamos y no sabíamos qué hacer. En aquel entonces había que llamar por el teléfono de don Poncho, el de la tiendita, a tres cuadras. La niña se desangraba a borbotones y la sangre no se detenía ni apretando el brazo con un torniquete. Chingaos, se estaba muriendo frente a los ojos pendejos de nosotros. Un grito nos sacó del susto ¡Háganse a un lado! Era Miguel, el agente Judicial, con sus panzota y sus eternos lentes oscuros. Traía un cubo de sal y limones partidos a la mitad. Sólo le faltaba el tequila al pinche gordo borracho. Nos miró advirtiendo que la niña iba a gritar como nunca, pero que era para su bien. Me dijo que le cogiera el brazo y a otro vecino que la mantuviera quieta. Miguel le echó el jugo de varios limones en la herida. Chingaos, parecía que hacíamos ceviche humano. La chiquita gritó. Casi me quedé sordo. Luego vino la sal. Ojitos en blanco, varias vecinas desmayadas, me vomité por el terror (siempre fui un hombre sensible). La herida dejó de sangrar. La ambulancia llegó casi media hora después. Si Miguel no le hubiera aplicado la terapia tequilera la nena se muere.

Ese pinche Miguel. Le pregunté de dónde se sabía tan buena técnica. Me dijo que la técnica era en realidad una tortura. Con eso aflojas hasta a los más machos, me dijo burlón. Les cortamos la carne con una navajita Gillette y echamos limón y sal. Receta simple pero efectiva.

El hijo de su chingada madre vive sano y feliz. Ninguna enfermedad, con una buena pensión mensual y nietos que lo quieren. Yo, solo y pobre. Chingada madre, ¿qué hice mal?