Débora había tenido un mal día. De esos en los que nos molesta mirar por la ventana y ver parejas de enamorados demostrarse todo delante de todos, o el alboroto de los niños cuando juegan y corretean. De esos días en los que preferimos comernos las uñas y mirar al vacío, dejando que la mente busque un escape inmediato para evitar dar un alarido feroz entre la multitud. Ese era el día de Débora. Yo no la culpo. Solo se había quedado hasta tarde en la oficina porque su jefe, el señor Caballero, le pidió que le ayudara con las cuentas de unos clientes. No quedaba nadie en la oficina. Ni tampoco en la ciudad.
Había ido a buscar una taza de café y se le ocurrió fumarse uno de esos cigarrillos que guardaba siempre para casos de emergencia (muchas veces había intentado dejar de fumar). Cuando estaba llegando a su cubículo, una mano la atajó por el camino. “¿A dónde ibas, guapa?” fue lo que oyó en primera instancia. La mano calculadora, que había planeado todo esto apretaba con fuerza su abdomen. Sabía que esto iba a pasar, ya le parecía demasiado sospechoso. Se daba cuenta que su opresor, el que ahora la tenía bajo su fuerza, sabía todo los movimientos que ella iba a hacer. La había observado con cautela por mucho tiempo, la había estudiado, la había predestinado. El aliento fétido de ese hombre, porque definitivamente era un hombre, le daba nausea, le costaba tragar. Sin dejar de sentir cada vez más fuerte la mano poderosa en su abdomen. Todo esto, y ni siquiera había pasado un minuto.
-“Por favor señor Caballero, no quiero hacer algo de lo que me pueda arrepentir. O que usted me haga algo de lo que se pueda arrepentir.”
-“Te hice una pregunta: ¿a dónde ibas?”
Débora estaba demasiado enojada, una gota de sudor frío bajaba por su mejilla y resbalaba junto con otra hasta caer en su pecho. Su jefe la tiró contra el suelo tumbándola por las piernas y la comenzó a morder en el cuello. Él metió la mano adentro de su blusa, hasta encontrar ese tesoro que tanto regocijo denotaba en su cara, que le resultaba tan placentero a la misma vez que introducía con fuerza su lengua dentro de la boca de ella. Eso le convenía porque logró que Débora no pudiera gritar por unos instantes. Se podía observar como ambos luchaban entre los cubículos, el señor Caballero manoseando todo lo que encontraba a su paso en un cuerpo que tan poco se merecía y ella tratando de sacar ese enorme y asqueroso cuerpo ajeno de encima del suyo. Estaba completamente indefensa, la ventaja en tamaño y fuerza era muy superior a la de ella. No podía sacar sus muñecas de la mano de él y su cabeza se veía demasiado oprimida contra el piso, el beso era pegajoso y sentía que la rabia la desmayaba. Siempre lo supo, ya eran demasiadas veces de tenerse que quedar hasta tan tarde en la oficina con el señor Caballeros.
Sin pensarlo dos veces, mordió su lengua. Saboreaba la sangre ajena inundando su boca, antes que comenzara a escurrirse por su mentón. El señor trató de salir. Ahora era él quien estaba aprisionado. Ahora era él quien sufría. Lo agarró por el cabello y lo haló tanto que provocó levantarlo de su cuerpo, tirarlo a un lado. Y él, haciendo intento en vano de poder gritar.
-“Le advertí que no hiciera nada de lo que pudiera arrepentirse”.
Mordió sus orejas hasta arrancarlas con tal exactitud que parecieran cortadas con una tijera, e incluso, que su ahora víctima hubiera nacido así. Rasgó su áspera piel hasta que a ella misma le doliera en las uñas. Manoseó igual a aquel hombre, pero ella tenía tijeras por dedos. Besó igual que como él había hecho primero, pero ella tenía dientes por lengua, la que ya él no poseía. Furiosa, mordió y tragó todo lo que encontró a su paso. El olor fétido no se iba, pero el olor a carnicería, vísceras y carne cruda opacaba cualquier olor que pudiera haber sentido al comienzo. El sudor no paraba de chorrear, estaba empapada desde el pelo. En algún punto que no se podía definir con exactitud se mezclaba con la sangre de aquel hombre, hasta pintar de un tono rosado la piel de Débora. Su pecho brincaba sin parar, estaba exaltada, y con mucha rabia.
Pasó un instante, y miró a su alrededor, ahí seguía la taza de café que no había podido ni tan siquiera probar junto a un cadáver maloliente y destrozado. Se percató que traía el pecho bañado en sudor y sangre, de manera tal que pasó a buscar un pañuelo en el bolsillo de su ex jefe. Lo volvió a colocar en donde estaba y caminó a su cubículo, buscando el cigarrillo que le iba a calmar desde un principio.
Llegó a la casa luego de un largo día de trabajo, se había tenido que quedar hasta tarde. Mientras abría la puerta ya se quitaba uno de sus tacos negros. Los agarró con la mano derecha y, con la otra mano que le quedó libre, cerró la puerta de su casa y colocó las llaves en la mesa de la entrada. Tiró su chaqueta en la primera silla de la sala y fue directo a su cuarto, pasándole por el lado a la cocina sin inmutarse a ver que había de cena. Fue directo al baño y mientras orinaba, con mucho trabajo, terminó de estirar sus largas medias de nylon, y prosiguió para rascarse las piernas con suavidad. Nunca entendió porque las tenía que usar en el trabajo, siempre le daban picor. Soltó la cola que ataba su cabello y dejó que éste flotara violento al nivel de sus hombros.
-“¡Maldita sea! ¡Mira la hora que es!”. Estaba extenuada, había sido un largo día. |