No faltaron los profetas que repasaban apresurados la primera traducción de Nostradamus que tuvieron a mano, o citando el Apocalipsis, con eso de las lluvias de colores y un cuantohay de pirotecnias, sangre, jinetes y extrañezas varias. Tampoco los que se largaron a comer azufre, recordando la recomendación de un ermitaño que mostraron en un reportaje de TV allá por fines de los 80 según recuerdo – o recuerdan, qué se yo -. El caso es que llegaron así no más, sin previo aviso. De un día para otro el cielo se puso de un color verde limón, vayan ustedes a saber por qué, pero así era, lo vi con estos ojitos, no tengo para qué mentir. ¿Qué gano con mentirles? Y fíjense que nunca he sido ni lejanamente daltónico. El cielo no era violeta ni negro ni gris: era verde. Verde limón, casi kitsch, parecía sacado de algún paisaje expresionista, no sé, lo mío nunca fue la pintura, con decirles que no distingo un Renoir de un Van Gogh. Decía que fue así no más, de repente aparecieron unos bultos cuadrados en el cielo; verde limón, insisto; el cielo, no los bultos que eran algo así como rosado oscuro, valga la aclaración. Perfectos paralelepípedos (uno podría esperar platillos, elipsoides o qué se yo, pero eran con perfectas aristas vivas) suspendidos como flotando pero no flotando, no sé si me explico. No. Claro que no me explico: es que era tan raro, si parecía que estuvieran parados, o sea apoyados en zunchos de luz, o algo por el estilo, como si se afirmaran de las nubes o de alguna protuberancia invisible en el cielo verde. Sí, verde limón. El cielo, no las naves ni los zunchos.
“Ahora van a bajar los hombrecitos verdes”, me dije. Y claro que eran verdes, pero no verde limón –como el cielo- sino de un verde más oscuro y transparente, como el vidrio de las botellas de vino tinto, ¿está claro?. ¿Que cómo entonces? ¿Que si se les veían las vísceras, o algo?. Ahí estaba lo raro. Eran sólidos pero etéreos al mismo tiempo. Como gelatina muy dura, o algo así. Seres coloidales. Uno podía ver a través de ellos, pero no se les veía nada por dentro. Pero sigamos. Eran verdes – no – limón – pero – verdes, aunque no sé si llamarlos hombrecitos. De hecho medían como tres metros. Y de humanos… no podría afirmarlo. Es decir, tenían extremidades parecidas a unas manos, creo que dos. También algo parecido a una cabeza, una enorme cabeza. Los rasgos de estas cuasi-cabezotas recordaban mucho –más bien tenían un pavoroso parecido- al personaje ese de Condorito… ¿cómo se llamaba?... ese con cabeza de huevo… ¡Ah, sí, Huevoduro!... pero con las cejas y los ojos de Don Francisco, sí, el de la tele. Ese mismo amigo del chacal de la trompeta y otros engendros. Siempre me pareció sospechoso, el hombre.
“Ahora sí que es acabo de mundo” pensé. Y claro, imagínense un ejército de Huevoduros – Donfranciscos de tres metros color verde botella – no limón, como el cielo, según decía hace un rato- semitransparentes bajando desde el cielo - ¡exacto!, el cielo verde limón – pero no como uno imaginaría de acuerdo a la experiencia cinematográfica, así como teletransportados a través de un haz que desciende. No. Bajaban lanzándose como tarzanes por unas lianas que colgaban desde un punto que se perdía arriba en el cielo - ¿hará falta que diga verde limón?- . El caso es que me preparé para lo peor. Entonces mi instinto de supervivencia, eso que hace que uno tenga ideas descabelladas a última hora para salvar el pellejo, me hizo recordar esa película de Tim Burton, donde finalmente eran los discos de una abuelita sonando a todo chancho –los discos, no la abuelita- los que salvaban a la humanidad, ¿se acuerdan?, ahí a los marcianos se les reventaba la cabeza al no ser ellos capaces de escuchar una melodía de los años 40 ó 50, no sé, una balada, o algo parecido. La cosa es que busqué entre mis CDs lo que me pareciera más mortífero. “¡Eureka!”, “Neruda recitando sus veinte poemas. Si eso no los mata, hasta aquí no más llegamos”. Ya venían llegando a mi puerta. Puse el CD a todo lo que daba mi radio portátil. Cuando digo CD quiero decir “Compact Disc” y no “Christian Dior”, lo digo por si acaso. Parecía insoportable para ellos… se convulsionaban y daban vueltas de carnero en el aire: mi plan estaba funcionando. Luego de un rato en que pensé que acababa de salvar a nuestra especie, comprobé con horror que ya se habían vuelto inmunes. Mutaban, creo. Vi la muerte encima. Pensé en todo lo que me faltó hacer en la vida, como por ejemplo comer quaker con chocolate. O atrapar una lagartija con las manos –cosa que varios de mis amigos podían hacer, pero mi torpeza nunca lo permitió-. Venían ahora por mí, seguramente me devorarían, sin tener la deferencia de untarme siquiera un poco de mayonesa. Pensaba en eso precisamente. “Si me van a comer”, dije, “que por lo menos les suba el colesterol”. Y saqué de mi refrigerador una bolsa de Helmann’s con aceite de oliva y huevos frescos, decía el envase. Comencé a untarme el cuerpo. Entonces, sucedió el milagro. Los huevoduros – donfranciscos - verde – botella – no – limón - del espacio exterior (supongo que venían de allá, ¿no?) comenzaban a huir apenas me veían. Y saltaban a increíbles alturas para trepar a las lianas y desde allí subirse a sus paralelepípedos voladores rosados que soltaban esos zunchos de luz que describíamos más arriba y se perdían en el cielo verde limón que paulatinamente volvió a ser gris –no se imaginarán que iba a ser celeste- como alma que lleva el diablo.
“¡¡¡Váyanse marcianos culiaoooooos!!!!!!” es lo último que recuerdo haber gritado y todavía retumbaba en mi cabeza cuando desperté todo sudado abrazando el WC. Nunca más volví a probar el peyote.
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