Es de conocimiento general, que la historia es escrita por los ganadores y que los demás elementos que compongan un hecho acontecido, serán olvidados si estos de alguna u otra forma, actúan en detrimento de o no benefician a la imagen del héroe.
Así de simple, se quedan enmarañados en el tejido de la araña del olvido, disecándolos poco a poco con cada vuelta del reloj anual. Con la pérdida de los pocos testigos que quedan, en el cofre de los recuerdos.
Durante décadas, atolondradas y desvencijadas dos mujeres han escapado de su depredadora. Sus ropas convertidas en harapos, el cansancio su única constante en su trajinar, desesperanzadas.
Iztarú, la joven doncella, que sacrificó su dulce vida por la búsqueda de una solución final en nombre de su padre: Aquitaba. Todavía envuelta en el traje de ceniza, único recuerdo de su largo viaje al centro del volcán, donde se encontró con el concilio de deidades que prestaron su poder para derrotar al Guarco.
Su compañera de viaje: Curabanda, de un poco más de edad como para ser esposa y madre, envuelta en sus ropajes diarios y con un collar de piedras grises y un pañuelito con el nombre Mixcoac pintado en uno de sus lados. A pesar de que sus ojos clamaban por descanso y una sonrisa eterna colgando su rostro.
Ambas acercándose al gran centro de concreto y metal, aromas extraños internándose en sus desacostumbradas narices. La confusión de luces cegadoras y de ruidos molestos y constantes de cada par de “halos de ángel” que pasaban a su lado.
Arribaron, pero no había palenques, sólo grandes bloques de piedra gigantescos, llenos de gente vestidos de muchos estilos, la mayoría de ellos alejándose de ellas como si fueran la misma plaga.
Aún así siguieron explorando, buscando a lo largo de los limitados caminos josefinos. Hasta que se encontraron de frente con un pequeño lugar. Con dificultad reconocieron los signos de los conquistadores que estaban expuestos con una fuerte luz de luciérnaga. Los signos se dibujaban: M- I- T- O- S y cambiaban de color e intensidad en un intervalo regular.
Decidieron pasar por el portal de metal, un arco de fino hierro, pintado de negro y que estaba acompañado de un muro que simulaba el adobe y alambre de púas que rodeaba la propiedad.
Se encontraron casi de frente con una fina carreta, pintada en los colores más estrafalarios que se pudieran combinar, sus ruedas con fuerte madera maciza altamente decoradas con figuras antiguas y modernas.
Del otro lado, se escuchaba el acarreo de cadenas que estaban rodeando el cuello de un inmenso animal de ojos sobrenaturales. Se entretenía mordisqueando un hueso, probablemente el fémur del último borracho desdichado de la Calle de la amargura. Sus músculos dejaban ver que había estado muy bien alimentado.
Las dos mujeres, temerosas y a la vez curiosas, pudieron reconocer en esos signos sus hermanos perdidos, hace mucho tiempo en la prisión de piedra procesada. Sin más, decidieron entrar al reducto en el que se encontraban.
Sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse, pero finalmente pudieron enfocar a los residentes de aquella esquina envuelta en muros. En un lado la cara de caballo se regocijaba con la última gota de un martini.
Un cuerpo sin cabeza, decía unas frases en un idioma desconocido, sus ropajes: una sotana decorada con hilos dorados y brillantes, una cruz de plata en su bolsillo y un libro con cubierta de cuero negro con el mismo material dorado en su portada describiendo el nombre que poseía.
Entre otros tantos, se veía un jovencillo, uniformado y con la bandera costarricense mal cosida en una de sus mangas, unos palillos a su lado y un tambor en el piso. Su signo más prominente era el manchón carmesí resecado en el lado izquierdo de su camisa.
Finalmente en una esquina, una mujer cubierta por su propia melena sucia mientras era mimada por un tipo panzón con poca ropa, el cual repetía una y otra vez la frase “Si mami, estoy aquí”.
Ellas reconocieron algunos de los presentes, ellas habían compartido en sus viajes al rincón del temor de la imaginación en aquellas noches de tormenta y fogatas alejadas de la capital.
Pero, ¿Porque ellos no temían tanto a la venida del arácnido de la perdición? Sus mentes volaban tratando de buscar teorías y respuestas. Curabanda se fijó más de cerca en aquellos seres inmersos en ciclos repetitivos. Sus ojos mostraban terribles ojeras. Sus ropajes parecían estar llenos de hollín, a pesar de vivir cómodamente, sus figuras estaban en deplorable estado.
Curabanda e Iztarú cuestionaron a los presentes “Pero, ustedes, ¿Que hacen aquí? ¿No temen que el colmillo que corta el recuerdo venga y nos pierda en su oscuridad?”
La cara de caballo, volvió su mirada, las alhajas que colgaban de ella, sonaron en respuesta. Observándolas fijamente contestó “Nosotros hemos sabido adaptarnos al tiempo que recorren estas tierras, mira los agregados que hemos recibido con el pasar de los años.”
Iztarú avanzó lentamente hacia el centro del cuarto, “¿Pero y nuestras tradiciones? Los inicios alrededor de fogatas y charrales, con el agua dulce y la chicha…”
La Segua simplemente hizo un gesto con la mano “Tiempos pasados, nena, esas épocas fueron ya devoradas, y ustedes sufrieron por no poder ser acogidas por los nuevos cuenta cuentos, como les diría, no tuvieron suficiente valor.”
Curabanda se acercó a la cara de caballo y rozó con sus dedos una parte del vestido, los miró un momento y puso su mano en frente del rostro de la Segua “¿Y esto? ¿Por qué están llenos de cenizas? ¿Esto también es parte del chinchero que tienes colgado?
Una voz se escuchó al fondo del bar, el silencioso jovencillo de mancha en la camisa simplemente alzó su tarro “Que más da, fuimos contados y hablados, pasados de boca en boca y de papel en papel, adornados a veces o con la pereza de contar nuestras aventuras y desventuras por quien sabe cuanta vez, ha llegado el momento en que nos da lo mismo lo que suceda con nosotros, después de todo, que más da tratar de hacer creer a los hijos del Dragón bol y la esponja de bob, que somos parte de ellos.”
Una garganta produjo el estruendo de ultratumba, con un fuerte acento gutural, el cuerpo con sotana habló desde su cuello “A quien quieres hacer temer, cuando ni siquiera creen en tu fe, todos estamos condenados a ser devorados por la peste que os persigue.”
-“Esos lugares de estudio, escuelas, ¿Así es verdá, padre? Ya nos recuerdan porque no les queda de otra, aburridos están de escucharnos, no les interesamos y probablemente el último regalito que recibimos fue hace mucho.” Se escuchaba hablar del gigantón mientras trataba de peinar a la pequeña mujer a su lado.
La Segua observó a todos, y finalmente posó sus ojos en las dos indígenas, “tenemos centurias de estar recorriendo este camino, servimos nuestro tiempo de más siendo adornados con los elementos que pudieran encontrarse en el presente, pero al final no queda más que aceptar el mismo destino de la Muerte tica y el Diablo serpiente. Simplemente seremos olvidados y superados por algún héroe moderno y venido del lugar que Colón quiso encontrar cuando se topó con nosotros.”
Todos poco a poco volvieron a sus rutinas, ignorando las súplicas de las indígenas. Hartas de tanto insistir y no recibir respuesta, tomaron asiento en la barra, se sirvieron una jarra del cacao caliente, y esperaron al final del cuento…
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